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20/10/2025


He llegado a comprender, con el paso del tiempo, que cada decisión consciente que tomo no se origina únicamente en un razonamiento lógico o una deliberación intelectual. En lo más profundo de mi experiencia, siento que existe una red de señales sutiles, casi imperceptibles, que anteceden a todo pensamiento. Esas señales, que llamo los “hilos iniciales”, son como filamentos que emergen desde una región desconocida de la psique: el inconsciente. Cuando los percibo, algo en mí se reordena. No es una deducción, ni una conjetura racional; es más bien una proyección intuitiva, un presentimiento que se gesta en un lenguaje que aún no ha aprendido a hablar, pero que, paradójicamente, siempre se hace entender. Y esos hilos se manifiestan a veces como imágenes fugaces, a veces como sensaciones corporales o intuiciones inexplicables que se anticipan a los hechos. Y cada vez más, he comprendido que su presencia obedece a una dinámica muy similar a la de los sueños en fase REM, donde el inconsciente intenta comunicarse con la conciencia atravesando el filtro del preconsciente. Freud denominó a este proceso “el retorno de lo reprimido”, pero yo prefiero pensarlo como la emergencia de lo latente, la forma que tiene el alma de empujar sus verdades hacia la superficie. Jung, en cambio, lo habría visto como un intento del Sí-Mismo por equilibrar el yo consciente. Él decía: “Hasta que lo inconsciente no se haga consciente, el subconsciente dirigirá tu vida y tú lo llamarás destino.” Quizás eso explique por qué, cuando soy capaz de percibir esos “hilos iniciales”, puedo anticipar situaciones futuras: no porque esté leyendo el porvenir, sino porque estoy escuchando el destino que ya se está tejiendo en las profundidades del inconsciente.

Me gusta imaginar lo anterior, como un pulpo psíquico que habita en el océano interior. Sus tentáculos se extienden hacia la superficie del pensamiento, pero el cuerpo principal —ese que contiene la totalidad del evento o símbolo— permanece oculto en la oscuridad. Cuando uno logra ver los movimientos de esos tentáculos, puede intuir, sin haberlo visto del todo, la forma del ser que los mueve. No se necesita que el pulpo emerja por completo; basta con observar los gestos sutiles de sus extensiones. Es, en esencia, una forma de conocimiento proyectivo, donde la intuición actúa como un radar que detecta el movimiento de lo invisible. Y he comprobado, una y otra vez, que cuando presto atención a esos hilos —a esos pequeños eventos, sin aparente conexión entre sí—, puedo entrever el contorno de un suceso mayor que todavía no se ha manifestado. Lo mismo ocurre en la vida cotidiana: los grandes eventos no surgen de la nada, sino de una acumulación de microeventos que los preceden. Lo que para la mayoría pasa inadvertido, para la mente entrenada en la observación intuitiva es como el movimiento de los tentáculos del pulpo antes de su ascenso.

La dificultad está en que el mundo moderno ha atrofiado esta capacidad. Hemos delegado nuestra percepción interior a favor de la inmediatez externa. Donde antes había contemplación, ahora hay distracción. Donde antes el alma creaba símbolos, hoy el ojo salta de una pantalla a otra. El Homo Videns, como advirtió Sartori, ya no ve para comprender, sino para consumir imágenes. Y cuando la visión se transforma en consumo, el pensamiento se vuelve débil, fragmentario, sin capacidad de hilvanar los hilos invisibles que conducen a la verdad.

No obstante, esta habilidad de anticipar, de captar los “hilos iniciales”, no se pierde del todo. Se adormece, como un músculo que espera volver a ser usado. Es posible cultivarla mediante el hábito de la introspección y la atención sostenida. En mí, esa práctica ha tomado la forma de una observación silenciosa, una especie de meditación activa donde la mente, lejos de aquietarse por completo, se mantiene en una alerta serena. Es en ese estado donde lo sutil se vuelve perceptible.

Hermes Trismegisto enseñaba en su Tabla Esmeralda que “lo que está abajo es como lo que está arriba, y lo que está arriba es como lo que está abajo”. Y en esa correspondencia universal encuentro un eco de mi propia experiencia: lo que ocurre en lo profundo de la mente tiene su reflejo en el mundo exterior. Los hilos del inconsciente no solo predicen, sino que reverberan en la realidad. Todo acontecimiento visible es la manifestación final de un proceso invisible que comenzó mucho antes, en un nivel simbólico o energético. Entonces, si logro hacer consciente una ramificación inconsciente, entonces esa ramificación deja de dirigir mis actos desde la sombra. Me hago partícipe de la creación de mi propio destino, y al mismo tiempo, más consciente del tejido invisible del universo. Como si el pulpo, al sentir que ya no necesita ocultarse, se transformara en un aliado en lugar de una amenaza. Y sin embargo, hay algo más profundo aún: la comprensión de que esos hilos, esas ramificaciones, no me pertenecen solo a mí. Son parte de un entramado colectivo. El inconsciente personal, como decía Jung, es apenas una célula dentro del inconsciente colectivo. Cada pensamiento, cada emoción, cada intuición, participa en un campo mayor. Cuando uno desarrolla la capacidad de observar los hilos en sí mismo, también empieza a percibir los hilos que mueven a la humanidad entera.

Esa es la verdadera expansión de la conciencia: pasar de la intuición individual a la intuición arquetípica. Comprender que los “tentáculos del pulpo” no emergen solo de mi propio inconsciente, sino del inconsciente del mundo. Y al reconocer eso, toda intuición se convierte en una forma de participación cósmica.

La introyección, el hábito intelectual y la erosión del pensamiento profundo en la era del Homo Videns

Cada vez que me adentro en el proceso de observar esos hilos invisibles, me doy cuenta de que lo verdaderamente trascendente no está en la anticipación misma del evento, sino en el tipo de conciencia que surge cuando uno aprende a mirar hacia adentro con el rigor y la entrega de quien excava en su propio ser. No es un ejercicio de adivinación, ni una especie de clarividencia: es una forma superior de autoconocimiento. He comprendido que lo que llamo proyección intuitiva no es otra cosa que una consecuencia de la introyección consciente, esa práctica de mirar los propios abismos sin temor, de iluminar las cavidades mentales donde el inconsciente deposita sus símbolos, pulsiones y deseos no revelados. Y la introyección, cuando se convierte en hábito, actúa como una alquimia psíquica. Uno comienza por enfrentarse con lo reprimido, con lo incómodo, y termina por transformar la percepción misma de la realidad. En ese proceso, la frontera entre el yo y el mundo se difumina: lo que ocurre dentro se refleja fuera, y lo que ocurre fuera se convierte en espejo de lo interno. Lo sabía bien Schopenhauer cuando afirmaba que “el mundo es mi representación”; sin embargo, no todos están dispuestos a asumir el peso de esa afirmación. Porque si el mundo es representación, entonces también lo es cada dolor, cada alegría, cada evento que creemos ajeno. Todo aquello que experimento afuera no es más que un eco de mis propias profundidades.

En esa comprensión, la intuición adquiere un sentido más elocuente. Ya no se trata solo de anticipar lo que vendrá, sino de comprender el modo en que el inconsciente participa activamente en la creación de la realidad. Y para lograrlo, hace falta algo que escasea cada vez más: disciplina interior. Porque el alma, como una vasija, necesita llenarse de experiencia, de conocimiento, de observación. Si esa vasija permanece vacía, no hay fermento que transforme la intuición en sabiduría.

Pienso entonces en cuán escasa se ha vuelto esa forma de trabajo interior. Vivimos en un tiempo en el que el ejercicio del pensamiento profundo se ha vuelto casi una excentricidad. La cultura contemporánea parece más interesada en distraer que en enseñar a pensar. La atención, esa joya silenciosa del espíritu, ha sido troceada por el brillo inmediato de la distracción constante. En este escenario, la introspección es casi un acto de rebeldía.

El sociólogo Giovanni Sartori, en su lúcida obra Homo Videns, ya advertía que el hombre moderno ha pasado de ser un ser que piensa a ser un ser que ve sin comprender. El pensamiento conceptual se ha empobrecido, sustituido por una avalancha de imágenes que ocupan la mente sin nutrirla. Y así como el cuerpo se debilita cuando no se lo ejercita, también la mente se atrofia cuando no se la obliga a pensar con profundidad. El resultado es una humanidad que reacciona pero no reflexiona, que opina pero no comprende.

Cuando menciono el hábito intelectual, no me refiero a la acumulación de datos o a la erudición vana, sino a la capacidad de sostener una línea de pensamiento hasta sus últimas consecuencias. Ese hábito es lo que mantiene viva la llama de la introspección. A fuerza de repetición, la mente aprende a observar sus propios mecanismos, y con el tiempo, la introspección deja de ser un esfuerzo para convertirse en una segunda naturaleza. Lo que al principio parece arduo, termina por ser placentero: el alma encuentra gozo en conocerse. Platón lo insinuó en el Alcibíades Mayor cuando dijo que el alma, para conocerse, debe mirarse en otra alma, como los ojos se miran en los ojos del otro. Pero hoy, la mayoría evita esa mirada. Tal vez porque mirarse interiormente implica reconocer las sombras, los miedos, los monstruos que, pugnan por emerger del inconsciente hacia la conciencia. Sin embargo, esos “monstruos” no son enemigos: son guardianes de la energía psíquica. Son fragmentos de nuestro ser que reclaman integración.

Cuando el individuo rehúye ese encuentro, se fragmenta; y una sociedad de individuos fragmentados no puede aspirar a la coherencia colectiva. El resultado es un mundo donde la distracción reemplaza a la profundidad, y la inmediatez suplanta a la reflexión. Pero cuando uno se atreve a mirar hacia adentro, y a hacer del pensamiento un hábito, la percepción se afina hasta el punto de poder reconocer los patrones invisibles que unen los eventos aparentemente desconectados.

Es entonces cuando los “hilos iniciales” se vuelven visibles, no como anomalías, sino como manifestaciones naturales del orden interno de las cosas. El individuo que se conoce a sí mismo aprende también a leer el mundo, porque en en cierta forma, el mundo no es más que una proyección ampliada de su propio inconsciente. Y en ese reconocimiento, surge una forma de determinismo que no es mecánico, sino espiritual: el determinismo del alma, que no se basa en leyes físicas, sino en leyes simbólicas. Me pregunto a menudo qué pasará con la humanidad si esta capacidad de detección y proyección se pierde del todo. Si el Homo Videns continúa predominando, el determinismo aplicado —esa capacidad de prever lo que está por venir observando las señales sutiles del presente— podría desvanecerse como una ciencia olvidada. Ya no podríamos deducir los efectos a partir de las causas invisibles, porque el ojo que percibe lo sutil se habría cerrado. Pero, sin embargo, guardo esperanza. Creo que la conciencia humana es cíclica, que el péndulo de la historia oscila entre el olvido y el despertar. Así como en la antigüedad el hombre miraba al cielo para leer en las estrellas los designios del alma, también hoy algunos miran hacia adentro para leer en el inconsciente los signos del porvenir. La intuición, en esa "órbita", es la nueva astrología del alma. No predice los hechos, sino las corrientes de sentido que los anteceden.

Así como los antiguos sabios interpretaban los símbolos celestes, nosotros podemos interpretar los símbolos interiores. Cada sueño, cada impulso, cada pensamiento espontáneo es un jeroglífico que el inconsciente nos envía para advertirnos, prepararnos o guiarnos. Ignorarlos es vivir a ciegas. Escucharlos es despertar a la inteligencia profunda de la existencia.

De modo que el desafío contemporáneo no es solo tecnológico ni social, sino eminentemente espiritual: recuperar la capacidad de leer los tentáculos del pulpo antes de que emerja del todo. Porque cuando el evento ya se ha manifestado, cuando el pulpo está a la vista, ya no hay anticipación posible; solo reacción. Pero cuando uno aprende a reconocer sus movimientos en la penumbra del alma, el tiempo se amplía, y el futuro comienza a desplegarse ante la conciencia como un horizonte maleable.

Determinismo, trascendencia y el renacimiento de la conciencia creadora

A medida que profundizo en la observación de los hilos invisibles, comprendo que la llamada “muerte del determinismo aplicado” no es, en realidad, un final, sino una mutación del modo en que el ser humano concibe su relación con la realidad. Durante siglos, hemos creído que los hechos se encadenan con rigidez matemática, que toda causa produce inevitablemente su efecto, y que el universo se comporta como una máquina bien aceitada. Pero, en la medida en que la conciencia humana se expande, esa visión mecánica se vuelve insuficiente. Hoy sé que el verdadero determinismo no es lineal, sino simbólico. No se trata de una sucesión de causas y efectos, sino de una red de correspondencias entre planos de existencia. En otras palabras, no todo lo que ocurre tiene una causa visible, pero todo lo visible está enlazado a una causa invisible. Lo que llamamos “azar” no es más que el reflejo de nuestra incapacidad de leer los patrones sutiles que preceden a los eventos.

Cuando percibo los “tentáculos del pulpo”, esas ramificaciones del inconsciente que emergen en forma de intuición o presentimiento, no estoy violando las leyes del tiempo ni prediciendo el futuro: estoy reconociendo la arquitectura subyacente de los hechos antes de que se manifiesten. De algún modo, el tiempo mismo se vuelve transparente. El pasado, el presente y el futuro dejan de ser etapas separadas y se revelan como partes de un mismo tejido.

Heráclito, en su sabiduría arcaica, afirmaba que “el logos es común a todos, pero la mayoría vive como si tuviera su propio entendimiento”. Esta frase me resuena profundamente, porque describe el fenómeno de desconexión que vivimos hoy: la humanidad ha olvidado el logos común, el hilo invisible que une todas las cosas. La muerte del determinismo, entonces, no es el fin de la causalidad, sino el olvido de esa unidad. Cuando el pensamiento profundo se disuelve y la intuición es reemplazada por la reacción automática, el ser humano se convierte en un espectador del universo, no en su co-creador. El alma deja de leer los signos de su propio destino y se resigna a vivir en la superficie de los acontecimientos, sin comprender su sentido interior. Ese es el verdadero peligro: la desactivación del ojo interno, la pérdida del sentido simbólico. Sin embargo, hay algo en nosotros —una llama que nunca se extingue— que sigue llamando desde las profundidades. Cada intuición es una chispa de ese fuego, un recordatorio de que aún podemos participar activamente en el tejido de la realidad. Cuando escucho mi intuición, cuando observo un pequeño evento y lo asocio con una corriente más vasta que todavía no se ha manifestado, estoy reactivando el vínculo con el logos. Estoy restableciendo la comunicación entre la mente consciente y el alma del mundo.

Es por eso que el verdadero trabajo de autoconocimiento no consiste solo en mirar hacia adentro, sino en entrelazar lo interno con lo externo, lo visible con lo invisible, lo particular con lo universal. El inconsciente individual es apenas una célula del inconsciente cósmico, y cada vez que logramos iluminar una zona oscura de nuestra mente, esa luz se propaga más allá de nosotros.

Jung lo expresaba con precisión: “El encuentro con uno mismo es el destino de toda persona; solo quien mira hacia adentro despierta.”

Esa mirada interior, cuando se convierte en hábito, no solo transforma al individuo, sino que, poco a poco, altera el campo de la realidad colectiva. La conciencia es expansiva por naturaleza; cuando se ilumina, irradia.

Entonces, la tarea no es reconstruir el viejo determinismo racionalista, sino gestar una nueva comprensión: un determinismo espiritual, donde los símbolos, las emociones y los pensamientos son causas tan reales como las físicas. Cada idea es una semilla en el campo de la existencia. Cada intuición es una antena que capta la corriente del futuro antes de que éste se condense en el presente. Podría decirse que vivimos dentro de una sinfonía universal, y que el inconsciente funciona como el pentagrama invisible donde se escribe la melodía de los hechos. Cuando uno aprende a leer esas notas antes de que sean tocadas, participa de la composición del mundo. Ya no se es un oyente pasivo, sino un músico en el concierto de la existencia.

Y aquí emerge una paradoja hermosa: cuanto más consciente me hago de los hilos invisibles, menos necesito controlarlos. La intuición no busca dominio, sino comunión. No se trata de anticipar para manipular, sino de anticipar para comprender. Cuando veo los tentáculos del pulpo moverse en la penumbra, no los temo ni intento detenerlos: los saludo como a viejos aliados que anuncian el ritmo secreto del universo.

En este punto, la intuición se transforma en sabiduría. Ya no es una herramienta para sobrevivir, sino un camino de evolución interior. Es la manifestación práctica de aquello que los místicos orientales llaman prajñā: la inteligencia trascendental que surge cuando la mente y el espíritu se alinean.

La muerte del determinismo aplicado —como lo concebía la modernidad— es también el nacimiento de una nueva forma de pensamiento: no lógico, sino holístico; no secuencial, sino simbólico; no analítico, sino participativo. Es la conciencia comprendiendo que forma parte del mismo tejido que observa, que la realidad externa no es algo que le ocurre, sino algo que co-crea constantemente.

Desde esta comprensión, el acto de intuir deja de ser un misterio y se convierte en una manifestación natural de la conexión entre todos los niveles del ser. La intuición es, en cierto aspecto y a mi modo de ver, la voz del universo hablándose a sí mismo a través del individuo.

Así, lo que algunos llaman casualidad, otros lo llamarán destino, y yo prefiero llamarlo coherencia invisible. Una coherencia que se manifiesta cuando los hilos del inconsciente, los eventos cotidianos y la conciencia despierta se reúnen en una misma sinfonía de sentido.

Quizás el Pulpo del Inconsciente no sea un monstruo ni una metáfora del caos, sino el símbolo perfecto del alma cósmica: una inteligencia que extiende sus tentáculos por todos los rincones de la realidad, conectando lo que creemos separado, uniendo lo que la percepción fragmentaria rompe. Y tal vez, en los silencios donde el pensamiento se aquieta y la intuición susurra, ese Pulpo nos enseña que el futuro no es algo que llega, sino algo que siempre ha estado aquí, esperando a ser visto por quien se atreve a mirar.

Reflexión final

He aprendido que la conciencia no es un destino, sino una dirección. Cada vez que observo un hilo invisible, un detalle sutil, una intuición que se filtra entre mis pensamientos, siento que una parte de mí se reconcilia con el Todo. En esa reconciliación no hay profecía, sino participación. No hay adivinación, sino comunión con la inteligencia universal.

Y así, mientras el pulpo del inconsciente sigue extendiendo sus tentáculos, sigo también extendiendo los míos hacia lo desconocido, sabiendo que, en el fondo, somos el mismo ser mirándose desde distintos reflejos.


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