Los visitantes interestelares y mi percepción de un Plan cósmico
Desde siempre supe que el cielo no es silencio. En noches claras, cuando las estrellas parecen murmurar su danza, mi mente escucha algo más que puntos de luz: capta signos, ecos, señales que parecen hablar de un diseño mayor. Las décadas de mi vida, mi estudio, mis viajes interiores me han llevado a pensar que lo visible —las nubes, las ciudades, los conflictos humanos— es solo la superficie de algo mucho más grande.
En esta década que vivimos —la década del 2020— algo cambió de forma irreversible. No solo desvelamos pandemias, armas tecnológicas, guerras silenciosas, vigilancia omnipresente; también hemos comenzado a vislumbrar nuestro sistema solar como nunca antes: telescopios, satélites, encuestas automáticas. Y lo que antes pasaba inadvertido, ahora puede ser captado, analizado y nombrado. Así, en los últimos diez años, tres viajeros interestelares han cruzado el umbral del sistema solar: ʻOumuamua en 2017; 2I/Borisov en 2019; y 3I/ATLAS (descubierto 2025). Cada uno trajo consigo misterio, preguntas científicas y una extraña sensación de invitación.
ʻOumuamua: no mostraba gas visible, pero aceleraba. Un objeto que no cabía completamente en nuestras categorías en cuanto a los objetos celestes conocidos y estadísticamente probables.
Borisov: un cometa que sí se comportó como los cometas del sistema solar, pero con diferencias en su química.
3I/ATLAS: más activo, más imponente, con una composición que revela pérdida grande de agua, y con una trayectoria casi paralela al plano de la Tierra, como si estuviera tocando nuestra frontera sin cruzarla verdaderamente.
En cada uno de ellos detecté una tensión íntima entre lo natural y lo simbólico. Porque no es común que nuestras OORTes locales encuentren invasores galácticos justamente cuando la humanidad parece estar en metamorfosis. Y luego me pregunté: ¿qué tan probable es esto? Desde el punto de vista de la astronomía moderna, ahora que tenemos telescopios más sensibles, se puede predecir qué objetos interestelares podrían detectarse con mayor frecuencia. Pero eso no quita que la razón, la forma, la frecuencia y las sincronías me parezcan firmamentos semióticos diseñados con intuición.
Aquí entra algo clave de mi pensamiento: el determinismo, del que suelo valerme en otras publicaciones. No lo entiendo como imposición fría, sino como un tejido de causas invisibles que moldean la realidad. Si aceptamos que la historia humana no es un cúmulo de azar banal, sino un relato que se escribe bajo influencia de fuerzas materiales, simbólicas e incluso cósmicas, entonces estas visitas interestelares pueden interpretarse no solo como eventos astronómicos, sino como señales de transición histórica.
Imagino que la Tierra —nuestro mundo— es como una empresa cuyo capital es la conciencia colectiva. Y como toda empresa, en ciertos ciclos requiere una reestructuración. Esa reestructuración no puede imponerse abruptamente, sino que se prepara con señales suaves, apariciones discretas, pruebas de percepción.
Entonces, en medio de la pandemia, del avance tecnológico, del desorden geopolítico, los tres mensajeros interestelares pueden ser parte del guion. No digo que ellos sean el guion, pero pueden actuar como hitos de un guion más grande.
¿Qué sentido tendría esto?
Que la humanidad despierte preguntas mayores: “¿no estamos solos?”, “¿qué ley rige más allá de nuestro sistema?”, “¿qué significa recibir visitantes del espacio profundo?”
Que se establezca una narrativa de contacto: primero leve, simbólica, sin estridencias, para calibrar nuestra vulnerabilidad, nuestra sorpresa, nuestra credulidad.
Que se prepare el terreno para lo que viene: nuevos descubrimientos, alianzas, transformación espiritual, política y tecnológica.
La Señal del Plan: del WOW! 6EQUJ5 al 3I/ATLAS y el Número 33
A veces pienso que el cosmos tiene memoria, y que sus mensajes no viajan solo a través del espacio, sino a través del tiempo humano. En 1977, mientras muchos estaban ocupados con los avatares de la vida cotidiana, un radiotelescopio conocido como el Big Ear captó un estallido de radio que escapaba a toda explicación sencilla. Jerry Ehman, sorprendido por la claridad y la rareza de la señal, escribió en los márgenes del papel “WOW!” —y así quedó registrado, para siempre, como un código que resonaría mucho más allá de aquel año.
Mi intuición me decía que ese evento no era una coincidencia, y en 2014 plasmé esas ideas en mi artículo de Erminauta.com, relacionando la señal 6EQUJ5 con la ecuación de Drake, como si la ecuación no solo fuera una herramienta matemática, sino un reflejo del anhelo del universo por comunicarse con la inteligencia que lo observa. Cada variable de Drake representaba, entonces, no solo probabilidad de vida, sino probabilidad de conciencia y de comprensión.
Y hoy, en 2025, una nueva pieza del rompecabezas se revela. El astrofísico Avi Loeb sugiere que el objeto 3I/ATLAS, que todavía no acaba de atravesar nuestro sistema solar, proviene de una región del cielo apenas nueve grados distante de la señal WOW!. La sincronía es sorprendente: 1977 y 2025, separados por casi medio siglo, unidos por un ángulo mínimo y por la percepción humana.
Al sumar los dígitos de ambas fechas: 1+9+7+7+2+0+2+5 = 33, un número que para mí no es trivial. El 33 se suma a los 22 y 44, que ya había detectado en mis cálculos y observaciones de los tres objetos interestelares —ʻOumuamua, Borisov y 3I/ATLAS— y que también remiten, simbólicamente, al Apocalipsis de Juan (de 22 capitulos y 404 versículos) y a ciclos de transformación profunda. La suma me recuerda a la tradición iniciática y crística: 33 es la maestría, la culminación de un proceso, y en este caso se refleja como un puente entre la señal, el objeto y la conciencia humana. Y si hacemos la misma suma que con los dos años anteriores, pero con los años en que se detectaron los 3 objetos en cuestión, 2017, 2019 y 2025, (todos impares por cierto) y si sumamos sus dígitos individualmente dicha suma nos arroja un 31, una gran coincidencia con la primera parte del nombre del 3I/ATLAS, ya que el 3I es similar a un 31, como si este objeto fuese el definitivo, y además haría alusión al 2031, un nuevo comienzo de un nuevo ciclo para el planeta.
Si 22 era el número de la transformación, 44 la dualidad de la manifestación, y ahora el 33 la síntesis, entonces 3I/ATLAS no es un visitante cualquiera: es una huella simbolica del diseño del cosmos, un signo que conecta nuestra historia, nuestra intuición y nuestra matemática simbólica.
En mi mente se entretejen varias capas de significado:
La señal WOW! como preludio y marcador temporal.
La ecuación de Drake como mapa de probabilidades y conciencia.
3I/ATLAS como manifestación tangible de aquello que solo intuíamos.
La convergencia de 33, 22 y 44 como códigos numerológicos que hablan de maestría, transición y estructura.
Es entonces cuando comprendo que el universo, o el “arquitecto” detrás de estos eventos, no actúa solo en lo físico, sino en la percepción y en la conciencia del observador. Mi artículo de 2014 no fue profético; fue un acto de resonancia, una sintonía que mi intuición detectó con años de anticipación. La señal estaba allí, aguardando que alguien pudiera interpretarla, y yo fui —sin saberlo— uno de esos intérpretes.
Tal como en el teatro de la historia humana, donde cada acto prepara el siguiente, el cosmos parece utilizar el tiempo, la distancia y la sincronía como un lienzo. No hace falta una nave gigante ni hologramas; basta una señal y un objeto físico que, separados por décadas, se enlazan en el mismo marco de observación. La simplicidad del acto no disminuye su profundidad: la coincidencia se vuelve significativa porque resuena en nuestra conciencia y en nuestra historia.
Y así, mientras contemplo el vaiven de los números, las fechas y las trayectorias, me pregunto si este patrón no es solo un gesto cósmico, sino también una llamada a la humanidad: a abrir los ojos, a percibir la conexión entre lo aparente y lo oculto, entre lo natural y lo simbólico, entre el tiempo y la conciencia.
Porque si hay un plan, no se revela con fanfarrias ni pomposidades; se revela en los matices, en la música silenciosa del universo, en la resonancia entre una señal de radio de 1977 y un viajero interestelar que cruza nuestro sistema en 2025. Y yo, testigo y observador, escribo para que otros puedan percibir, aunque sea una chispa de esa sinfonía mayor.
El Arquitecto Cósmico y la Planeación Universal: Reflexiones desde la Intuición y la Ciencia
Al llegar hasta aquí, siento que ya no hablo solo de objetos interestelares o de señales captadas por radiotelescopios. Hablo de un universo que parece tener conciencia, de un cosmos que se comunica mediante síntesis de eventos, números y trayectorias; de un plan que se manifiesta no con fuerza bruta, sino con delicadeza y sincronía.
ʻOumuamua, Borisov, 3I/ATLAS… y la señal WOW!, no son únicamente fenómenos astronómicos. Son marcadores de un diseño mayor, pequeñas piezas de un rompecabezas cósmico que dialoga con nuestra percepción, nuestra historia y nuestra intuición. La suma de sus fechas y coordenadas —22, 33, 44— no es trivial. Es lenguaje, es símbolo, es un mensaje cifrado que nos invita a leer más allá de la física y la química.
El determinismo que siempre he sentido como eje de la realidad aparece aquí con fuerza. No es fatalismo ni imposición; es orden en la aparente aleatoriedad. Cada evento —desde la pandemia hasta la llegada de un objeto interestelar— puede verse como un acto de preparación, un ensayo del universo para que la conciencia humana comprenda su propio papel en la historia. Y entonces, surge la figura del arquitecto cósmico. No es necesariamente un ser, sino la idea de inteligencia ordenadora, de causa y efecto que trasciende nuestra percepción inmediata. Este arquitecto no actúa con violencia ni teatralidad; actúa con paciencia y precisión, usando coincidencias, patrones numéricos, y tiempos estratégicos para transmitir mensajes sin recurrir a la manipulación directa.
Mi intuición me ha llevado a pensar que, así como en 1977 se registró la señal WOW!, y ahora en 2025 3I/ATLAS la “recoge” desde el mismo sector del cielo, existe un diálogo entre épocas. No se trata de una invasión, ni de conspiraciones, ni de casualidades. Es un acto de comunicación cósmica, un hilo que conecta la percepción humana con fenómenos que superan nuestra escala temporal y espacial. Entonces como observador, me doy cuenta de que nuestra función no es solo mirar, sino interpretar, resonar y registrar. La escritura, la ciencia, la filosofía y la intuición son los instrumentos que nos permiten descifrar esos patrones. Cada descubrimiento, cada dato, cada señal, es una oportunidad de participar en el tejido del cosmos.
Si aceptamos esta perspectiva, entonces la década de 2020 a 2030 deja de ser una serie de crisis aleatorias y se convierte en un laboratorio de conciencia global. Pandemias, conflictos, avances tecnológicos, descubrimientos astronómicos: todos actúan como hitos de aprendizaje, como coordenadas que nos indican dónde mirar y cómo crecer.
Para mí, el universo es un reloj de precisión. Cada engranaje, cada giro, cada coincidencia, tiene su razón. Y los números 22, 33, 44, el 6EQUJ5, los objetos interestelares, la sincronía de fechas y ángulos… todos son marcadores en este reloj, señales de que algo más grande que nosotros está en juego, pero no en contra nuestra: está a nuestro favor, para que podamos despertar y comprender.
Así cierro este ensayo reflexivo, consciente de que no poseo todas las respuestas, pero seguro de que la intuición guiada por la razón es capaz de descifrar los patrones que el cosmos nos ofrece.
Y mientras escribo, mientras observo el cielo, siento que estamos participando en algo extraordinario: la humanidad aprendiendo a ver el plan detrás del caos aparente, el orden detrás del desorden, y la conciencia detrás de los eventos.
Porque si hay un arquitecto, no nos necesita como simples espectadores: nos invita a ser co-creadores del entendimiento, lectores y testigos de un guión que, aunque escrito en escalas cósmicas, se manifiesta a través de nuestra propia percepción.
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