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05/10/2025



Hay un punto de partida en mi manera de comprender el universo que no obedece a una fe ciega ni a un dogma, sino a una convicción profunda: nada ocurre sin una causa, y cada causa, visible o no, engendra inevitablemente un efecto. En esto se sustenta buena parte de mi estructura mental, y encuentro en el principio hermético de causa y efecto —uno de los siete pilares del Kybalion— un reflejo fiel de lo que, desde la razón pura, se percibe como una ley universal. Si algo sucede, en cualquier ámbito del saber humano, no puede ser producto del azar absoluto, porque el azar mismo, en su aparente indeterminación, forma parte de un entramado causal que lo contiene, que lo dirige, aunque no lo comprendamos todavía. El determinismo, por tanto, no es una limitación del pensamiento, sino una afirmación de su coherencia.

He notado, a lo largo de los años, que aquello que llamamos “efecto sin causa” no es más que un efecto cuyas causas aún permanecen fuera del rango de nuestra comprensión. Hay causas que no se hallan inmediatamente antes del efecto, sino que se sitúan a veces muy lejos, tanto en el espacio como en el tiempo. En física cuántica, por ejemplo, se habla de correlaciones no locales; en psicología, de traumas ancestrales; en historia, de ideologías sembradas siglos antes. Todo ello me conduce a pensar que la linealidad temporal es insuficiente para explicar la causalidad. La causa puede ser distante, silenciosa, incluso inconsciente, pero sigue siendo causa. Y cuando el ser humano no logra percibirla, tiende a rellenar el vacío con explicaciones de carácter profético, místico o divino, alejándose así de la razón pura, que, como señalaba Kant, no busca certezas absolutas, sino estructuras necesarias de comprensión.

En esta vía, mi confianza en el determinismo no excluye la entropía, sino que la integra. Creo en el desorden, sí, pero en un desorden que, de manera inexorable, se transforma en orden. La segunda ley de la termodinámica nos habla del aumento de la entropía, pero el universo —paradójicamente— tiende a organizarse en sistemas cada vez más complejos. Galaxias, sistemas solares, organismos vivos, mentes conscientes: todos son productos de un orden emergente que, aunque nazca del caos, no es producto de la nada. Hay, diría Laplace, una inteligencia hipotética que, si conociera todas las fuerzas que animan la naturaleza y todas las posiciones de los seres que la componen, podría predecir el futuro con exactitud. Yo no necesito imaginarla como un dios; me basta entenderla como una propiedad inherente del cosmos: la razón determinista inscrita en la trama de lo real.

Existen, a mi modo de ver, dos formas de determinismo: el consciente y el inconsciente. El primero responde a un plan, un diseño, a la acción deliberada de una o varias mentes que orientan una secuencia causal hacia un propósito definido. El segundo, en cambio, actúa sin conciencia, como lo hace la gravedad al formar galaxias o las moléculas al organizarse en vida. Ambos coexisten, ambos generan orden. La diferencia radica en la intencionalidad. Y quizás, en el fondo, la conciencia humana no sea más que un destello de ese determinismo cósmico, una forma en que el universo se contempla a sí mismo determinando. La moral y la ética, en este marco, no pueden surgir del vacío ni de la simple espontaneidad. Ser ético requiere un trabajo interior, un ejercicio deliberado de autoconstrucción. Nadie nace moral por instinto; la ética es un resultado, no una causa inicial. Se cultiva como se cultiva una virtud o una ciencia: a través del esfuerzo consciente. Spinoza decía que la libertad no consiste en el libre albedrío, sino en comprender las causas que nos determinan. Comprender esas causas es precisamente lo que nos permite obrar racionalmente y, por lo tanto, éticamente. Así, la moral, lejos de ser un mandato externo o divino, es el producto de un determinismo interior: una decisión de ordenar el caos de nuestros impulsos.

Las llamadas “revelaciones divinas”, por otro lado, siempre me han parecido efectos de una causa mucho más terrenal: la necesidad humana de dotar de sentido a lo desconocido. Cuando alguien dice haber recibido un mensaje del más allá, sospecho que ese mensaje ha sido determinado por su propio inconsciente, o por estructuras culturales diseñadas para moldear la mente colectiva. Las religiones, en ese sentido, son sistemas de determinismo simbólico: planes que buscan orientar el pensamiento hacia una dirección específica. No niego su utilidad social ni su poder emocional, pero sí creo que, en la mayoría de los casos, esas revelaciones responden a causas psicológicas más que sobrenaturales. La razón científica nos invita a buscar esas causas sin negarlas, pero también sin adorarlas.

Mi espiritualidad, sin embargo, no está reñida con la ciencia. Es una espiritualidad racional, introspectiva, que se funda en la observación de los procesos mentales y en la exploración de la conciencia. No busco la trascendencia en templos ni en dogmas, sino en la frontera difusa entre el pensamiento consciente y el inconsciente. He aprendido a inducir estados cercanos al sueño para permitir que el inconsciente dialogue con la conciencia. Es un ejercicio de autoobservación, una especie de meditación neuropsicológica que me lleva a conocer los mecanismos de mi propio ser. En ese tipo de trabajo con mi interior, me siento cercano a la idea de Nietzsche: “Si miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti.”

El abismo es mi inconsciente; la mirada, mi razón; el encuentro entre ambos, mi espiritualidad.

Cada vez que exploro ese territorio interno, descubro que todo lo que realizo en mi vida, lo he determinado. No hay actos azarosos, ni decisiones fortuitas. Incluso los errores —si así pueden llamarse— son efectos de causas más profundas que se integran con mi historia, mis ideas, mis emociones. En la aparente libertad de cada decisión hay una red causal que me precede, y conocerla no me quita libertad: me la otorga. Porque comprender lo que me determina me permite decidir mejor, con más lucidez, con más coherencia.

El caos, por supuesto, existe. Lo veo en la sociedad, en la naturaleza, en la mente humana. Pero el caos, tarde o temprano, revela un patrón. En los sistemas sociales, el orden no surge de la nada: es diseñado, planificado, determinado. Las leyes, las estructuras económicas, las ideologías, todo ello responde a un esquema de determinación. En la naturaleza, el orden aparece incluso donde no se lo busca. Los cristales se forman, los planetas orbitan, las células se dividen siguiendo leyes precisas. No hay azar puro; hay complejidad. Y la complejidad no niega el determinismo: lo perfecciona.

En definitiva, creo que el determinismo es la base del progreso humano, porque solo quien entiende las causas puede modificarlas. Solo quien comprende el orden detrás del caos puede evolucionar. Si aceptamos que todo tiene una causa, aprendemos a no culpar al destino, sino a estudiar las condiciones que lo generan. Y en ese estudio —profundo, racional, a veces doloroso— nace la verdadera libertad: la libertad de conocerse, de prever, de construir.

Quizás el universo sea un gigantesco mecanismo cuya finalidad desconocemos, o tal vez sea una mente que se piensa a sí misma. Pero sea como sea, en cada causa y cada efecto vibra la misma melodía: la de un orden que se revela poco a poco ante la mirada del que busca comprenderlo. Y en ese acto de comprensión, encuentro mi espiritualidad, mi ética, mi razón y mi destino.

El tejido invisible del determinismo: Entre el pensamiento, la ciencia y el espíritu

En muchas ocasiones me detengo a observar cómo las personas suelen atribuir a la suerte aquello que en realidad es consecuencia de un conjunto de causas entrelazadas. Es curioso cómo el azar se convierte en el refugio psicológico del que teme aceptar que todo está sujeto a leyes, aunque esas leyes aún no puedan comprenderse. La ilusión del azar, en el fondo, es una forma de consuelo: nos hace sentir que hay un margen incontrolable que nos libera de responsabilidad. Pero cada vez que estudio con detenimiento un suceso —ya sea una elección personal, una coincidencia fortuita o un acontecimiento histórico— descubro una red causal tan intrincada que el azar se disuelve como un espejismo. Lo que llamamos “casualidad” es, a menudo, una causalidad no percibida.

El universo, según las teorías más recientes, parece oscilar entre la incertidumbre cuántica y la precisión matemática. Pero incluso allí donde reina la indeterminación —como en la mecánica cuántica— el comportamiento estadístico de las partículas obedece a reglas tan firmes que nos permiten predecir probabilidades con asombrosa exactitud. Einstein, fiel a su visión determinista, rechazaba la idea de que “Dios juegue a los dados con el universo”. Y aunque la física moderna ya no necesita a ese “Dios” como agente causal, la idea de un orden subyacente sigue viva, porque sin ella el conocimiento perdería su fundamento. Si nada fuera determinable, la ciencia entera sería un acto de fe, no de razón.

Esa estructura de orden, visible o latente, me recuerda a lo que en psicología Jung llamaba sincronicidad: la coincidencia significativa entre un acontecimiento interno y uno externo, aparentemente desconectados pero unidos por un sentido. Desde una mirada estrictamente racional, esa conexión podría explicarse como un patrón causal no consciente, en el cual la mente, operando en niveles profundos, detecta correlaciones que la razón superficial ignora. Lo importante es que incluso lo que parece “misterioso” mantiene una lógica interna. Nada escapa al principio hermético de causa y efecto, solo que a veces la causa se oculta tras el velo del tiempo o del inconsciente.

Cada descubrimiento científico ha sido, de algún modo, una revelación del determinismo universal. Newton descifró las leyes del movimiento al comprender que la caída de una manzana y el giro de los planetas obedecen a una misma causa gravitacional. Darwin demostró que la evolución no es azarosa, sino consecuencia de una cadena de causas biológicas. Freud, al explorar el inconsciente, nos mostró que incluso los lapsus y los sueños responden a determinaciones psíquicas. Y hoy, cuando la neurociencia estudia la toma de decisiones, hallamos que el cerebro inicia un acto antes de que la conciencia crea haberlo elegido. El libre albedrío se revela entonces como un fenómeno determinado, una ilusión funcional que sostiene nuestra identidad. Pero este descubrimiento, lejos de restarme libertad, me la amplía. Porque cuando sé que una emoción, una reacción o un pensamiento tienen una causa, puedo trabajar sobre ella. Puedo rastrear su origen, desmontar su mecanismo, reprogramar su efecto. La autoconciencia es la forma suprema del determinismo lúcido, y en esa vía la espiritualidad y la ciencia se encuentran. Una me ofrece la estructura, la otra el método; ambas, la comprensión de mí mismo como causa y efecto de mi propio destino.

He aprendido que el orden del mundo no siempre se manifiesta con armonía visible. A veces se expresa a través de crisis, de rupturas, de lo que llamamos “caos”. Pero ese caos es solo la antesala de una reorganización superior. En física se habla de los “atractores extraños” del caos determinista: sistemas que, aunque parezcan impredecibles, se mueven dentro de un patrón definido. Así también sucede con la vida humana: las aparentes desviaciones terminan conduciéndonos a un punto de equilibrio. El caos no es el enemigo del orden, sino su preludio.

De hecho, las culturas antiguas lo sabían bien. El Taoísmo enseñaba que el universo se equilibra entre el Yin y el Yang, fuerzas opuestas pero complementarias. En el hermetismo, la correspondencia entre planos (“como es arriba, es abajo”) revela que toda manifestación responde a una ley universal de resonancia. Incluso en la alquimia —tan simbólica como científica— la transformación del plomo en oro representaba el proceso determinista del alma que busca perfeccionarse, pasando del caos de la materia a la claridad del espíritu.

Y pienso que en mi propio camino interior, cada decisión, cada aprendizaje, ha seguido esa misma ley. Nada de lo que soy es casual.

La moral, en este ámbito, se vuelve una ciencia aplicada del alma. No una lista de mandamientos, sino un proceso de autoconstrucción consciente. Cuando obro con ética, no lo hago por temor a un "castigo supremo" o por imitación del "Altísimo", sino porque comprendo las consecuencias de mis actos y las causas que me mueven. El determinismo moral no elimina la responsabilidad: la redefine. Me hace entender que cada acción, por mínima que parezca, es una causa que engendrará un efecto en el tejido humano y cósmico del que formo parte. Por eso, ser ético es ser coherente con las leyes que sustentan la realidad, y en ese aspecto, la ética es una ciencia natural del espíritu.

También he pensado mucho en el papel del inconsciente colectivo, que parece regir buena parte de la historia humana. Los movimientos sociales, las revoluciones, los avances tecnológicos, incluso las modas, no surgen de manera espontánea. Son el resultado de largos procesos deterministas: ideas sembradas, deseos acumulados, tensiones colectivas que maduran hasta estallar. Detrás de cada cambio aparente, hay una causa profunda que venía gestándose en silencio. En este camino de pensamiento, el progreso humano —con todos sus aciertos y errores— es la consecuencia inevitable de una evolución causal de la conciencia.

Y si el universo mismo es una red de causas interdependientes, entonces la noción de “milagro” se transforma. El milagro no sería una violación de las leyes naturales, sino su manifestación más elevada. Un milagro ocurre cuando una causa superior actúa sobre un nivel inferior que aún no puede comprenderla. En esa perspectiva, la divinidad no desaparece: se redefine. No como un ente caprichoso, sino como la inteligencia total del cosmos, el determinismo absoluto que abarca todas las causas y todos los efectos. Lo que los antiguos llamaban “Dios” podría ser, en realidad, el nombre poético del orden universal.

A veces me preguntan si creer en el determinismo no me hace sentir prisionero de una secuencia inevitable. Y respondo que no: lo contrario. Me libera. Porque en lugar de ver mi vida como un tablero de azar, la veo como una partitura polifónica en la que cada nota tiene su lugar. Conocer la partitura no le quita belleza a la música; al contrario, permite ejecutarla con maestría. Así es también con la existencia: comprender las leyes que la rigen no destruye el misterio, sino que lo revela en toda su magnitud.

Finalmente, cuando contemplo el cielo —esa inmensa danza de causas y efectos que llamamos universo— siento que la razón y la espiritualidad convergen. No hay contradicción entre el pensamiento científico y la búsqueda interior, porque ambos son modos distintos de conocer la misma verdad. El determinismo es, para mí, la huella de esa verdad en el tejido de lo real. Y si alguna vez el caos parece vencer, sé que tarde o temprano el orden volverá a emerger, como la luz que siempre se filtra entre las sombras del pensamiento.

El determinismo como ética del ser: La conciencia que se sabe causa

Llega un punto en el camino del pensamiento en que el determinismo deja de ser una simple teoría sobre el universo y se transforma en una forma de vivir. Comprender que todo tiene una causa no es solo un ejercicio de lógica: es un modo de asumir la existencia con madurez, sin resentimientos ni supersticiones. Cada vez que reconozco que lo que ocurre —sea bueno o doloroso— responde a un encadenamiento de causas, siento una serenidad que no proviene de la resignación, sino del entendimiento. Esa serenidad es la raíz de una ética personal, una ética que se basa en la comprensión del orden, no en la obediencia ciega a mandatos.

Cuando acepto que toda acción que realizo será causa de algo, elijo actuar con mayor consciencia. Si sé que un pensamiento genera un efecto —aunque sea imperceptible—, aprendo a cuidar el pensamiento como se cuida una semilla. En cierto modo, el determinismo me ha devuelto la noción de responsabilidad sagrada. No porque alguien me vigile desde afuera, sino porque yo mismo soy el observador y el observado, el que causa y el que sufre el efecto. Lo que hago al otro, lo hago a mí, porque soy parte de la misma red causal que une todo lo que existe. Y cuánto más tiempo dedico a profundizar en esta comprensión, descubro que el determinismo no anula la libertad, sino que la redefine. La libertad absoluta —esa que niega toda causa— sería el caos total, y el caos total no genera evolución, solo fragmentación. Pero la libertad dentro del orden, la que nace del conocimiento de las causas, es una libertad lúcida, creadora, responsable. Es la libertad del navegante que conoce las corrientes: no puede controlarlas, pero sí aprender a valerse de ellas para llegar a puerto. En ese aspecto, el conocimiento de las leyes universales no limita; orienta.

Pienso en cómo, a lo largo de la historia, la humanidad ha transitado este mismo proceso sin advertirlo. Las antiguas civilizaciones entendían la vida como un tejido de correspondencias: el karma en Oriente, el destino en Grecia, la providencia en el cristianismo. Todas son formas de expresar el mismo principio, revestidas con diferentes lenguajes. El error fue transformar esas nociones en fatalismo, en vez de comprenderlas como un mapa de responsabilidad cósmica. Porque el destino no es una prisión: es un código que puede leerse, interpretarse, incluso reescribirse, si se entienden sus causas. Somos, de algún modo, programadores del propio devenir.

En la práctica cotidiana, esta visión cambia la manera en que uno se relaciona con todo. Ya no busco culpables externos; busco causas. Ya no reacciono impulsivamente; observo los mecanismos internos que me empujan a reaccionar. Ya no me siento víctima del mundo, porque comprendo que soy parte activa de su entramado. Y cuando uno entiende eso, la ética deja de ser un conjunto de normas y se convierte en una ciencia del alma aplicada a la vida. Incluso en los momentos de crisis —cuando todo parece escapar del control—, el determinismo actúa como una brújula. Me recuerda que no hay caos sin propósito, ni dolor sin función. A veces la causa de un acontecimiento no está en el presente, sino en una cadena que viene desde muy lejos, tal vez desde generaciones anteriores o desde la estructura misma del universo. Pero saber que existe una causa, aunque no la comprenda, basta para sostenerme. Esa certeza racional se transforma, paradójicamente, en una forma de fe: la fe en la ley.

He aprendido también que el determinismo tiene un componente estético. Ver cómo los efectos se encadenan con precisión invisible es como escuchar una sinfonía celestial. Cada átomo, cada pensamiento, cada decisión forma parte de una partitura eterna. Algunos lo llamarían “Dios”, otros “la Mente Universal”, otros simplemente “la Naturaleza”. Pero más allá de los nombres, lo esencial es percibir que el universo no improvisa, aunque a veces toque melodías que nuestra razón todavía no puede descifrar.

La espiritualidad racional que cultivo nace precisamente de esa percepción. No necesito imágenes divinas ni intermediarios para sentir lo sagrado: basta con contemplar la exactitud del amanecer, la geometría de una flor, o la coherencia entre mi respiración y los latidos de un corazón que no decido conscientemente mover. Todo eso es determinismo manifestado como belleza. En ese instante comprendo que lo que los místicos llamaban “revelación” es simplemente la conciencia despertando a su propia estructura causal. La verdadera iluminación no es sobrenatural: es ver con nitidez el mecanismo de lo real. Spinoza lo expresó con claridad al decir que “el hombre libre en nada piensa menos que en la muerte, y su sabiduría es una meditación de la vida”. Esa sabiduría nace del reconocimiento de que no hay azar en el ser. Cada gesto, cada idea, cada respiración es un hilo de araña en la tela del Todo. Y cuando uno actúa en armonía con esa tela, cuando no se opone a la ley sino que la encarna, se vuelve —como decía el mismo Spinoza— una parte consciente de la divinidad. Esa es la ética del determinismo: actuar desde la comprensión de las causas, no desde la ignorancia de ellas. Por eso, cuando hablo de determinismo, no lo hago desde una perspectiva fría o mecanicista. Lo hago desde una vivencia profunda de conexión. Me resulta imposible pensar en un universo donde las cosas sucedan por simple capricho. Prefiero un cosmos donde todo esté enlazado, donde cada causa tenga sentido, aunque aún no lo entienda. Ese orden, visible o no, es el sostén del pensamiento y del espíritu. El determinismo no niega el alma: la estructura.

En el fondo, creo que lo que llamamos progreso no es otra cosa que el avance de la conciencia hacia una comprensión cada vez más amplia de las causas. La ciencia lo hace hacia afuera, la espiritualidad hacia adentro. Y en el punto donde ambas convergen, el ser humano se reconoce como nodo de una red infinita: causa y efecto al mismo tiempo. Ahí nace la verdadera unidad, la que no depende de credos ni de ideologías, sino del entendimiento íntimo de que todo está determinado para que pueda existir el aprendizaje. Quizás ese sea el propósito final del universo: autocomprenderse. Cada mente que piensa, cada espíritu que siente, cada átomo que vibra contribuye a esa comprensión total. Y en ese proceso, el determinismo deja de ser una teoría filosófica para convertirse en una experiencia espiritual. Porque comprender la ley es participar de ella, y participar de ella es reconocer que el cosmos no está fuera de uno, sino en uno mismo.

Así, cuando miro hacia atrás y veo la cadena de causas que me ha traído hasta aquí —las decisiones, los encuentros, los errores, las luces—, no puedo evitar sentir gratitud. Gratitud hacia la inteligencia universal que me permite entender que nada ha sido en vano. Y cuando miro hacia adelante, no busco el azar ni el milagro, sino la continuidad del orden, la danza infinita entre causa y efecto que me invita, una y otra vez, a pensar, a crear, a amar con plena conciencia.

Ese, al final, es mi credo: ser causa lúcida en el universo que me causa.


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