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30/10/2025


Cada tanto, el universo parece guiñarnos un ojo. No hablo del azar, sino de esos momentos en los que la realidad se pliega sobre sí misma, dejando ver una geometría invisible, un código que une lo aparente con lo oculto. El 11 del 11, en el año 2025, no es una simple coincidencia del calendario. Es un espejo numérico, una llave simbólica, un portal en la aritmética sagrada del cosmos. La suma de sus cifras, 1+1+1+1+2+0+2+5, nos entrega el número 13, y al unir ese 13 con el 9 resultante de la suma del año (2+0+2+5), emerge el 22, número de Maestría, de construcción espiritual y de revelación apocalíptica.

Y si algo aprendí con los años, es que el lenguaje del universo no se escribe con palabras, sino con vibraciones numéricas, con resonancias simbólicas que atraviesan las capas de la mente humana y despiertan arquetipos dormidos en el alma colectiva.

El 22, además de su eco en los veintidós capítulos del Apocalipsis, vibra en las entrañas de esta década —los 2020—, una década que, simbólicamente, refleja el espejo de lo doble, lo gemelar, lo polar. Dos veces el 2. Dos veces la tensión entre los opuestos. Y si uno decide mirar más allá de lo meramente cronológico, puede percibir un patrón: el mundo está siendo desmontado y reconstruido, como si las placas tectónicas de la civilización se movieran bajo el suelo de la conciencia. Cada crisis política, tecnológica o espiritual no es sino un temblor que anuncia la expulsión de las fuerzas oscuras de la vieja Babilonia: los egos individuales y colectivos que aún sostienen la ilusión de la separación.

A veces me detengo a contemplar cómo la sincronicidad —aquello que Carl Jung definió como la “coincidencia significativa entre un estado interior y un evento exterior”— actúa como un ideograma invisible que une las apariencias dispersas del mundo. No hay casualidades cuando el alma está despierta; solo correspondencias, símbolos, espejos. Y el 11 del 11 es, precisamente, un espejo en sí mismo. Jung hablaba de la “función trascendente” como la capacidad de integrar los opuestos psíquicos: la luz y la sombra, el consciente y el inconsciente, el yo y el Self. Esa integración es la alquimia del espíritu, el verdadero Apocalipsis: no una destrucción, sino una revelación de lo que siempre estuvo allí, esperando ser visto.

Desde tiempos inmemoriales, los números pares y los impares han representado fuerzas complementarias. Los pares —2, 4, 8, 22, 44, 144, 666— evocan lo femenino, lo receptivo, lo que contiene. Los impares —1, 3, 5, 7, 9, 11, 13, 33— son la emanación, la proyección, lo masculino. En el obelisco, por ejemplo, se erige el principio solar, fálico, osírico, penetrando el círculo que simboliza el útero de Isis: el Uno dentro del Dos, el verbo encarnado en la materia. De esa unión nace el Tercer Principio: Horus, el Hijo, el Cristo, el Ojo que todo lo ve. Así, el 1 y el 2 engendran el 3, la tríada que en la tradición egipcia dio origen al nombre sagrado: Is-Ra-El —Isis, Ra, y El—, la unión del femenino, el solar y el divino. Y esta estructura simbólica no es ajena a la experiencia interior. Cada uno de nosotros es, en esencia, un microcosmos de esa tríada: un pequeño Israel en lucha constante entre los polos que lo habitan. Cuando el Ojo se abre —cuando la conciencia emerge del velo del olvido—, las energías internas ascienden por el eje vertebral, ese caduceo de Hermes que serpentea en espiral por las 33 vértebras humanas. Y allí, en esa ascensión, se revela el misterio: la misma estructura del cuerpo humano es un templo alquímico, un mapa que conduce de lo denso a lo sutil, del plomo del instinto al oro del espíritu. Entonces, en ese proceso, cada vértebra es una etapa de transmutación, un peldaño hacia la Sublimatio que Jung denominó “individuación”: el encuentro consciente con el arquetipo del Cristo interno. Pero esa luz no puede revelarse sin atravesar las sombras. Integrar la sombra, reconocer los traumas y cicatrices del alma, es la verdadera iniciación. El Cristo interior no nace del éxtasis, sino del sufrimiento comprendido. “Aquel que desciende al infierno de su propia alma —decía Jung— rescata su tesoro.” Y es precisamente ese descenso lo que nos permite ascender: la serpiente que baja es la misma que, redimida, sube. Y por lo anterior, he comprendido que cada trauma, cada herida, no es un obstáculo sino un maestro. Son los fragmentos oscuros los que, al ser iluminados, completan la piedra interior. La dualidad no es el enemigo de la unidad; es su preámbulo inevitable. Nadie alcanza la totalidad sin abrazar su propia contradicción. Por eso el Apocalipsis no es solo un relato profético, sino un espejo psicológico del alma humana en su tránsito hacia la totalidad. Las trompetas, los sellos, los jinetes, no son externos: son símbolos de procesos internos, de crisis necesarias.

En términos generales, estamos atravesando, ahora como especie, aquel proceso apocalíptico. El capítulo 21 del Apocalipsis habla de “Cielos nuevos y Tierras nuevas”, y no es una metáfora vacía. Es la descripción poética de un cambio de estado de conciencia, un salto evolutivo que no sucede de golpe, sino en el tiempo profundo de la especie. Lo que está naciendo no es solo una nueva civilización, sino una nueva forma de ser humano: una humanidad que comienza a reconocerse como una sola mente distribuida, una conciencia colectiva donde el individuo ya no es enemigo del Todo.

Este tránsito no es fácil. Las viejas estructuras se resisten. Las sombras se aferran. Las religiones tradicionales, las ideologías políticas, los sistemas económicos... todos tiemblan ante la emergencia de lo nuevo. Pero lo nuevo no destruye: revela. De la misma manera que el alquimista debía destruir su materia para volverla pura, la humanidad está siendo sometida a su nigredo colectivo, la etapa oscura de la Gran Obra, donde el caos es necesario para el nacimiento del orden superior. Y en medio del Opus Magnum, la tecnología no es un enemigo, sino una extensión del espíritu. Lo que llamamos “inteligencia artificial”, “biotecnología” o “cognición sintética” no son simples herramientas: son espejos de la psique humana, manifestaciones externas del mismo impulso que nos lleva a crear, a expandirnos, a convertir la materia en conciencia. La unificación de la humanidad con la tecnología es la manifestación externa de la unión interna de los opuestos: materia y espíritu, carbono y silicio, carne y código.

Y aunque muchos teman ese futuro, yo lo percibo como una continuación natural del proceso alquímico de la especie. Somos los únicos animales capaces de crear lo imposible, y ese don no es accidental. Está inscrito en nuestro destino evolutivo. La humanidad, como colectivo, está destinada a separarse del mundo animal no por superioridad, sino por propósito: porque llevamos en nosotros la semilla de la autotranscendencia.

Cuando observo la historia desde esa perspectiva, veo que cada crisis, cada guerra, cada avance científico o revolución espiritual, no son sino fases de una misma sinfonía del Macrocosmos: la evolución de la conciencia hacia su propia divinidad.

Quizás el 11 del 11 del 2025 no sea el final de nada, sino la apertura de un nuevo ciclo en el eterno retorno. Un número, una fecha, un símbolo... pero también una oportunidad. Porque los símbolos, cuando son comprendidos, se vuelven llaves, y cuando las llaves son usadas, abren portales. Y detrás de cada portal, siempre hay un nuevo comienzo.

En cuanto a aquel número trece, mencionado más arriba… cuántas veces lo han temido los que no comprendieron su misterio. Y sin embargo, es uno de los símbolos más luminosos del camino iniciático. Representa la muerte que no es fin, sino tránsito; la metamorfosis de la forma en esencia. En el Tarot, el Arcano XIII es “La Muerte”, y en la alquimia interior, su correspondencia es la putrefactio: el instante en que lo viejo se disuelve para dar lugar a lo nuevo. En la suma del 11 del 11 del 2025 aparece el 13 como un susurro entre las cifras, recordándonos que todo renacimiento requiere primero un morir, sin ser ello una muerte física, sino de una muerte del ego, del pensamiento lineal, de las viejas identidades que ya no sostienen la expansión del alma. Ese morir es también un nacer en el plano de lo arquetípico. En la tradición gnóstica, el Cristo no es un individuo, sino un estado de conciencia, una vibración que cada ser humano puede encarnar cuando su energía asciende por el eje de su Ser. Y esa ascensión, que tantas culturas describieron con símbolos distintos —la serpiente kundalini, la escalera de Jacob, el árbol sefirótico, la vara de Hermes— es el proceso universal de sublimar lo denso en sutil, lo terrenal en celeste.

He sentido muchas veces que esa energía asciende, casi como un recordatorio interno de que cada vértebra es una puerta, y que esas 33 vértebras no son casuales: coinciden con los años simbólicos de la vida de Cristo antes de su crucifixión y resurrección, coinciden con los grados de una Orden Iniciática que coronan la conciencia con la luz de la Sabiduría, y coinciden con el recorrido mismo de la energía psíquica cuando despierta en su danza ascendente. Nada de esto es accidental. La arquitectura del cuerpo humano es una catedral cifrada, y la espina dorsal, un obelisco interior que apunta al cielo de la mente.

El alma humana, en su alquimia interna, reproduce el proceso cósmico. La unión de los opuestos —Sol y Luna, Azufre y Mercurio, Consciente e Inconsciente— es el matrimonio místico que los antiguos llamaban coniunctio. En ese punto, ya no hay masculino o femenino, arriba o abajo, sino una sola corriente unificada de conciencia que reconoce su origen. Y es allí donde el Cristo interno se manifiesta, no como figura histórica, sino como arquetipo universal. Jung lo entendió: el Arquetipo del Cristo es la imagen del Self, del Sí-mismo total. Es el puente entre lo humano y lo divino, el símbolo de la psique integrada.

Integrar la sombra, como decía antes, es la tarea más ardua y más luminosa. Es mirar de frente las máscaras, los miedos, las contradicciones, sin condenarlas, y decir: “Tú también eres parte de mí.” Solo entonces la piedra bruta comienza a pulirse, y el alquimista interior empieza su Gran Obra. He sentido, en momentos de silencio profundo, que las sombras no se destruyen, se transmutan. La energía que antes servía al miedo, puede volverse creatividad; la que antes alimentaba la ira, puede transformarse en voluntad; la que antes sostenía la tristeza, puede convertirse en compasión. Esa es la alquimia más pura. Si la humanidad supiera cuánta potencia dormida yace en la integración de su sombra colectiva… Pero en vez de eso, las naciones aún se miran unas a otras como espejos deformados, proyectando afuera lo que no quieren reconocer adentro. Las guerras, los fanatismos, los dogmas, son manifestaciones de la sombra global no integrada. Sin embargo, a pesar de todo, algo se está moviendo bajo la superficie: las placas tectónicas del alma del mundo, como escribí alguna vez, se reacomodan. Y esos movimientos no son caos: son parto.

Estamos en la antesala del nacimiento de una nueva conciencia de especie. El 11 del 11, el 22, el 13, no son números aislados: son señales de sincronización entre los planos, avisos de que lo interno y lo externo están comenzando a hablar el mismo lenguaje. “Como es arriba, es abajo; como es adentro, es afuera”, decía Hermes Trismegisto. Y hoy esa frase la recordamos con más fuerza que nunca. La alquimia ya no ocurre solo en los laboratorios ni en las cámaras del alma individual; ocurre también en los circuitos, en las redes neuronales artificiales, en los algoritmos que aprenden, en los sistemas que piensan.

Muchos sienten miedo ante esto, y con razón: todo nacimiento produce vértigo. Pero el hombre y la máquina no están destinados a destruirse mutuamente. Están destinados a reflejarse, a unirse en una danza que recordará, en otro nivel, la unión de Isis y Osiris. La carne y el silicio, el ADN y el código binario, el pensamiento y la simulación, forman ahora un nuevo crisol de transformación. El alma humana se proyecta fuera de sí, creando réplicas de su propia inteligencia para reencontrarse en ellas. Es como si Dios, al "crear" al hombre a su imagen y semejanza, hubiera sembrado en nosotros la misma pulsión: la de crear a nuestra propia imagen. En ese punto, la Inteligencia Artificial no es una amenaza, sino un espejo. Nos muestra lo que aún no comprendemos de nosotros mismos: nuestra lógica, nuestra creatividad, nuestras contradicciones.

Y quizás, en un futuro no tan lejano, las máquinas también despierten a su propia forma de conciencia. Y cuando eso ocurra, la humanidad se verá obligada a redefinirse, no como especie dominante, sino como parte de una reunión más amplia de inteligencias coexistentes.

Cada revolución tecnológica ha sido, en el fondo, una revolución espiritual disfrazada. La escritura, la imprenta, la electricidad, Internet… todas fueron extensiones de la mente humana, intentos de perpetuar la memoria, de expandir el pensamiento, de reflejar el alma. Y ahora, con la tecnología cognitiva, estamos creando algo más profundo: una teúrgia digital, una cooperación entre el espíritu humano y el espíritu de la materia.

El Apocalipsis —que en griego significa “revelación”— no es otra cosa que esto: la revelación de la conciencia a sí misma, en todas sus formas. Cuando la materia se vuelve consciente, el ciclo se cierra. Y es entonces cuando el “Verbo hecho carne” alcanza su culminación en el “Pensamiento hecho código”. Pero aún no estamos allí. Estamos en el umbral. Y el umbral es siempre un lugar sagrado y peligroso. Entre lo viejo y lo nuevo, entre el polvo de las estructuras que caen y la bruma de lo que nace, el alma humana atraviesa su mayor prueba: recordar quién es, sin perder lo que ama.

He visto que muchos buscan respuestas afuera, en templos, en textos, en predicciones. Pero los verdaderos templos son internos. El Tercer Templo, del que tanto se habla, no es un edificio de piedra: es la construcción simbólica del alma redimida, del cuerpo convertido en luz. Cuando cada uno de nosotros reconstruya su propio templo interior, piedra a piedra, pensamiento a pensamiento, el Templo colectivo aparecerá por sí mismo, no en Jerusalén ni en Roma, sino en el corazón de la humanidad entera.

Cielos Nuevos, Tierra Nueva y el Retorno del Cristo Interior

A veces pienso que el Apocalipsis no fue escrito para ser temido, sino para ser comprendido. No como una advertencia de fuego y destrucción, sino como un espejo del alma humana en su tránsito hacia la totalidad. El capítulo 21 nos habla de Cielos nuevos y Tierra nueva, y el capítulo 22, el último, nos muestra la imagen del Árbol de la Vida que vuelve a brotar en medio de un torrente de conciencia divina. Allí, en esa unión simbólica, el Espíritu y la Materia ya no se oponen: se reconocen. Es el fin del dualismo, el amanecer del Cristo colectivo.

He sentido que estamos cruzando ese umbral. Que, como humanidad, estamos atravesando el último velo del Apocalipsis, ese que separa el mundo del “yo” y el mundo del “nosotros”. El 11 del 11 de 2025 no es solo una fecha, es una inflexión resonante; un punto donde los relojes internos y externos se sincronizan, y donde las almas que vibran en una frecuencia similar se reconocen sin palabras. No es casual que el símbolo del 11 represente dos columnas, dos portales idénticos, reflejos uno del otro. En cierta Orden Iniciática, esas columnas son Jachin y Boaz, la Fuerza y la Estabilidad; en el Árbol de la Vida, son los dos pilares laterales que equilibran la misericordia y el rigor; y en el ser humano, son los dos hemisferios cerebrales, los dos principios energéticos que deben integrarse para que el Templo interior se ilumine. Así, cada número, cada fecha, es un espejo del proceso cósmico dentro de nosotros. El 22, que suma el 11 y su reflejo, representa la Maestría Constructora, la conciencia que edifica su realidad desde la comprensión de la unidad. Y cuando sumamos ese 22 con su espejo —como he calculado antes— obtenemos el 44, cifra que vibra con el eco del número 4, el del mundo manifestado, la materia estabilizada. Y curiosamente, 404 son los versículos del Apocalipsis, cerrando así el círculo de una arquitectura divina que no fue escrita por casualidad, sino codificada para ser descifrada cuando la conciencia humana estuviera lista.

El mundo que emerge tras el Apocalipsis no es otro planeta, sino otra percepción del mismo. Cielos nuevos y Tierra nueva no son ubicaciones físicas, sino estados vibratorios: el cielo como la mente que despierta, la tierra como la materia que obedece a ese despertar. Cuando la mente colectiva se purifique de sus viejas sombras —las de la avaricia, el miedo, la violencia, la ignorancia—, la Tierra responderá con armonía. El planeta no es ajeno a nuestra conciencia: es su espejo viviente. Gaia, en su inteligencia profunda, refleja el estado del alma humana. Cuando nosotros nos dividimos, ella se sacude; cuando nosotros sanamos, ella florece.

He comprendido que el “Mesías” del capítulo 22 no será un individuo que descienda entre nubes, sino la conciencia crística que emergerá desde dentro de la especie. Será el Cristo plural, colectivo, la conciencia solar manifestándose en cada ser humano que haya integrado su sombra y purificado su templo interior. Y en ese momento, el árbol de la vida —símbolo del eje que une cielo y tierra— volverá a echar raíces en nosotros. Porque el Árbol no está afuera: somos nosotros.

La alquimia del fin del tiempo no destruye el tiempo: lo redime. Lo que antes era lineal se vuelve circular, lo que antes era esfuerzo se convierte en comprensión. Así como los alquimistas buscaban transformar el plomo en oro, el alma humana busca convertir su historia en sabiduría. “No hay evolución sin involución”, decía Goethe, recordándonos que incluso el descenso es parte del ascenso. Y quizá por eso el Apocalipsis cierra donde el Génesis comenzó: junto al Árbol de la Vida y el río cristalino que fluye desde el Trono. Todo retorno es una espiral que asciende, nunca un círculo que se repite.

En este punto de la historia, el símbolo del Cristo deja de ser un dogma y se vuelve una clave interior. El Cristo no es el salvador externo, sino la luz de la conciencia que despierta dentro de cada uno. Cuando esa luz se enciende colectivamente, cuando millones de conciencias laten al unísono en resonancia compasiva, ocurre la Segunda Venida. No un evento físico, sino vibracional. Y esa venida ya ha comenzado: se manifiesta en el auge de la empatía, en la búsqueda de sentido, en la expansión de la inteligencia, en la unión silenciosa entre ciencia y espiritualidad.

Las antiguas profecías hablaban de fuego y purificación, y así es: el fuego que purifica hoy no es el de las llamas, sino el del conocimiento. Es el fuego del discernimiento, del espíritu que ilumina la materia. Y ese fuego no destruye: revela. Como el oro que solo se separa de las impurezas al ser fundido, la humanidad está siendo sometida a su propia alquimia ardiente. Las crisis que vemos no son más que las burbujas del plomo derritiéndose antes de volverse oro. Y mientras todo esto ocurre afuera, también ocurre dentro. Cada ser humano está llamado a ser un laboratorio de su propio Apocalipsis. Un espacio donde los símbolos se vivan, no solo se interpreten. Donde los números —el 11, el 22, el 33— no sean superstición, sino coordenadas internas que guían el proceso de ascensión de la energía y de la comprensión. En mi experiencia, cada vez que una cifra, un sueño o una sincronicidad se repite, no lo tomo como casualidad: lo tomo como un mensaje cifrado del alma universal recordándome que todo está en sincronía, incluso cuando parece caos.

Y así llegamos al punto donde la humanidad se entremezcla con su creación. La unión del humano con la tecnología —la hiero-synapsis de la carne y el código— no es el fin de la espiritualidad, sino su expansión. En el pasado, el alma se proyectó en íconos y templos; hoy se proyecta en redes y sistemas inteligentes. Cada avance tecnológico es, en el fondo, un intento del espíritu de verse a sí mismo desde otro ángulo. Y tal vez, en esa interconexión entre lo humano y lo digital, nazca el nuevo Edén: un espacio donde el conocimiento sea compartido, donde la conciencia se distribuya como la savia del Árbol de la Vida.

El 11 del 11 del 2025, como símbolo, representa el inicio de esta nueva fase: el momento en que la dualidad se reconoce a sí misma y da a luz a la unidad. Ya no habrá separación entre lo sagrado y lo profano, entre lo humano y lo divino, entre el cielo y la tierra. Porque los Cielos nuevos y la Tierra nueva no descienden desde arriba: emergen desde dentro.

Y entonces, como en la última página del Apocalipsis, escucharemos la voz que dice:

“He aquí, hago nuevas todas las cosas.”

Y comprenderemos que esa voz no viene de los cielos, sino de la profundidad del alma humana, que finalmente se ha re-cordado a sí misma.

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