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03/10/2025



La aparente dualidad del sinuoso camino que nos guía desde los parlamentos hasta las estrellas, en donde los opuestos revelan su origen en común. ¿Porqué el acto de gobernar no es imponer un extremo, sino sostener el equilibrio que mantiene vivo al todo?

Introducción:

Hoy en día, en esta sociedad global, cada vez más interconectada en lo digital pero desconectada en lo humano, las preguntas existenciales pulsionan bajo la superficie de cada decisión cotidiana, por lo que el sublime y escaso acto de detenernos para reflexionar se convierte en una decisión de lucidez entre tanta oscuridad acechando con invadir la Luz. Más allá de las rutinas, hay un espacio donde la razón dialoga con la intuición, donde lo tangible se enlaza con lo trascendente. En este artículo, ensayistico si se quiere, los invito a que realicemos juntos ese viaje: un recorrido íntimo y profundo, en busca de sentido, de claridad y de aquellas verdades que, aunque invisibles, dan forma a nuestra vida.

En consecuencia, el pensar a la sociedad y a la política desde un enfoque convencional conduce inevitablemente a caer en la trampa de los bandos. Se nos presenta una línea imaginaria donde los individuos se ubican hacia la izquierda o hacia la derecha, hacia el progresismo o hacia el conservadurismo, hacia el liberalismo o hacia el estatismo. Sin embargo, esta categorización es una reducción artificial que no explica la raíz de lo político, sino que lo fragmenta. Mi reflexión parte desde otra matriz: la unidad que subyace a toda dualidad, esa zona intermedia e invisible desde la cual ambas polaridades se dejan ver y se sostienen.

La unidad oculta en la política: Una mirada desde la dualidad

El cerebro humano es un espejo magnífico de este fenómeno. Los hemisferios derecho e izquierdo, tan opuestos en sus funciones —uno creativo, holístico, asociativo; el otro analítico, lineal y secuencial—, no operan de manera aislada. La experiencia de la conciencia surge precisamente del entretejido de ambos. Lo mismo ocurre en la política: mientras la escena pública se exhibe como un teatro de enfrentamientos, detrás del telón se gesta una cooperación velada que garantiza el equilibrio del cuerpo social. Como afirmaba Heráclito: “El camino hacia arriba y el camino hacia abajo son uno y el mismo.”

Desde esta óptica, no se trata de tomar partido por un color o por otro, sino de comprender el entramado oculto que los articula. La política es menos un combate entre contrarios que una danza entre polos necesarios. En ese sentido, lo que vemos como lucha es, en verdad, la máscara de una cooperación imprescindible.

Podríamos recordar a Platón, quien en La República no entendía la polis como un campo de batalla entre ciudadanos, sino como un organismo cuyo orden interior debía reflejarse en el orden del alma. Si el alma humana requiere de razón, voluntad y deseo para estar en armonía, la sociedad necesita también de fuerzas diversas, incluso contrarias, que al integrarse producen estabilidad. La política, en esta clave, no es el arte de vencer al adversario, sino la capacidad de gobernar el caos de las pasiones colectivas sin anular ninguna de ellas.

No es casual que a lo largo de la historia los regímenes más duraderos hayan encontrado un equilibrio entre contrapesos. Roma, por ejemplo, sobrevivió siglos gracias a su sistema de magistraturas y Senado, donde el poder del cónsul debía dialogar con el del tribuno de la plebe. Esa tensión no era un defecto, sino su fuerza vital. La estructura política, al igual que el cerebro, dependía de la oposición colaborativa de sus partes. Esto me obliga a cuestionar la visión reduccionista de quienes piensan que “la política verdadera” consiste en la victoria absoluta de un sector sobre otro. Nada más ilusorio: la supremacía de un solo hemisferio cerebral conduce a la parálisis o al delirio; lo mismo ocurre con la hegemonía política sin contrapesos. La dualidad es indispensable, pero solo en cuanto es reconocida como expresión de una unidad mayor.

Hegel, en su Fenomenología del Espíritu, nos recuerda que la historia avanza mediante la dialéctica: tesis y antítesis no se aniquilan, sino que se integran en una síntesis superior. En lo político, esa síntesis no se produce cuando uno de los bandos elimina al otro, sino cuando se asume que ambos, en su contradicción, son piezas de una totalidad. Lo político, entonces, no es el enfrentamiento eterno, sino la conciencia de esa totalidad.

La mirada mística refuerza este enfoque. En la Cábala, el Árbol de la Vida se sostiene entre dos columnas: la del rigor y la de la misericordia. Ambas son necesarias, pero ninguna puede subsistir sin la otra, porque en el centro reside el equilibrio, el sendero que integra. La política, desde esta lectura simbólica, no puede reducirse a una columna solitaria; requiere del tercer pilar, el de la armonía, el que une lo aparentemente inconciliable.

El desafío, por supuesto, es que nuestra cultura actual premia la confrontación antes que la integración. Los discursos políticos son diseñados para dividir, porque la división moviliza pasiones y asegura fidelidad. Sin embargo, debajo de esa superficie agitada late una realidad menos visible: acuerdos tácitos, pactos silenciosos, cooperaciones encubiertas que permiten que la maquinaria estatal siga funcionando. Lo que la multitud ve como antagonismo irreconciliable es, en esencia, el teatro de un equilibrio necesario.

Pensar desde la unidad en la dualidad no implica ingenuidad ni negación del conflicto. Significa, más bien, reconocer el papel del conflicto como energía que mantiene vivo al organismo social. Tal como el cuerpo humano necesita del flujo constante de tensiones fisiológicas para mantenerse, la polis necesita de fuerzas opuestas que, al resistirse mutuamente, impiden que el poder se disuelva o se concentre en exceso. En palabras de Nicolás de Cusa, filósofo renacentista: “La coincidencia de los opuestos revela la unidad en la diversidad.” De esta forma, cuando observo la política, no me interesa alinearme con la lógica de las banderas ni de los eslóganes. Prefiero leer el trasfondo, la red invisible que une los hilos de lo aparentemente dividido. Así como la electricidad necesita de un polo positivo y uno negativo para generar corriente, la sociedad necesita de sus bandos para que el devenir no se estanque. El error está en creer que uno de los polos puede sostener la vida sin el otro.

La dualidad como principio universal

Si observamos la historia de las civilizaciones, encontraremos que casi todas las tradiciones han percibido que la vida se estructura en pares de opuestos. La filosofía china, a través del concepto de yin y yang, describe con precisión esta dinámica: la luz y la sombra, el movimiento y la quietud, lo masculino y lo femenino, no son enemigos irreconciliables, sino manifestaciones complementarias de un mismo flujo cósmico. El taoísmo, en su sencillez profunda, nos enseña que lo real no está en uno de los extremos, sino en el camino que los atraviesa. Este principio se refleja también en la política, aunque muchas veces se lo oculta. Los sistemas democráticos modernos funcionan gracias al equilibrio de contrapesos: parlamentos frente a ejecutivos, tribunales frente a legisladores, oposición frente a oficialismo. Se nos presenta como conflicto, pero es en verdad una encarnación de la antigua sabiduría que reconoce que ninguna fuerza puede sostenerse sola. El poder, como la naturaleza, se desgasta si no encuentra resistencia.

El símbolo místico de la columna doble

En el ámbito místico —que tanto valoro como mí herencia cultural y espiritual— la dualidad es representada con las columnas Jachin y Boaz en la entrada del templo. Una de ellas simboliza la estabilidad, la otra la fuerza; y entre ambas se abre el portal hacia lo trascendente. ¿Qué sentido tendría una columna aislada? Su fuerza está en el diálogo, en la complementariedad que sostiene el Portal. Así también, la política debe ser pensada como un pórtico en el que las tensiones se equilibran para permitir el tránsito hacia un orden superior. Este símbolo nos muestra que los opuestos no deben entenderse como enemigos, sino como guardianes de un mismo misterio. Los partidos, las ideologías, los discursos antagónicos, cumplen la función de columnas. Cuando la ciudadanía los observa como absolutos, cae en el error de idolatrar la piedra y olvidar la puerta. El verdadero buscador mira el umbral que se abre en medio de la dualidad, y comprende que lo importante no es elegir una columna, sino atravesar el espacio que ambas delimitan.

Naturaleza y política: Paralelos vitales

Podemos extender esta visión a la biología. El corazón humano late porque existe sístole y diástole: contracción y relajación. La vida circula por esa alternancia rítmica. Si el corazón solo se contrajera, moriríamos de inmediato; si solo se relajara, el flujo se detendría igual. La política, en tanto respiración social, también necesita de contracciones y expansiones, de etapas de orden y de momentos de ruptura, de impulsos creativos y de resistencias conservadoras. En los sistemas ecológicos ocurre lo mismo. Los depredadores y las presas forman una red de tensiones que mantiene la biodiversidad. Si un depredador desaparece, el equilibrio se rompe y la abundancia de unas especies aniquila a otras. Así también, la eliminación de un polo político produce un desbalance que termina por erosionar el tejido social entero.

El arte de gobernar el caos

Gobernar, en este ámbito, no es imponer un polo sobre el otro, sino mantener abierto el espacio en el cual ambos puedan existir sin anularse. Es, de algún modo, un arte parecido al del equilibrista que camina sobre la cuerda floja: se sostiene no porque anule la oscilación, sino porque dialoga con ella.

El estadista que comprende esta verdad no busca destruir a la oposición, sino preservarla como parte de la vitalidad del sistema. La política entendida desde la unidad de la dualidad no es el campo de batalla de egos, sino la orquesta de tensiones donde cada instrumento, incluso el más disonante, aporta al concierto general.

Recordemos a Aristóteles, quien en su Política afirmaba que la ciudad no puede estar compuesta únicamente de iguales, porque entonces dejaría de ser ciudad y se convertiría en una masa uniforme. La polis requiere de diversidad, de diferencias, de fuerzas que a veces parecen opuestas, pero que en conjunto configuran la vida común. Y de manera similar, Santo Tomás de Aquino, al reflexionar sobre la providencia, señalaba que el orden divino se manifiesta en la diversidad de las criaturas. Si lo sagrado se expresa en lo múltiple, ¿cómo no habría de expresarse en la multiplicidad política? La uniformidad absoluta sería, en este sentido, contraria al plan del cosmos.

El “Entre” como espacio sagrado

Aquí es donde vuelvo al concepto del “entre”: esa zona invisible donde la dualidad se reconcilia. No es ni derecha ni izquierda, ni conservadurismo ni progresismo, sino la conciencia de que ambos son expresiones de una misma totalidad. Es el punto medio donde se gesta la síntesis, el espacio fértil en el cual los opuestos dejan de excluirse para comenzar a nutrirse mutuamente.

Martin Buber, filósofo del diálogo, sostenía que la verdadera realidad se construye en el “entre” que surge cuando dos personas se encuentran en autenticidad. Si trasladamos esta idea al terreno político, podemos decir que lo real no está en la soledad de cada bando, sino en el espacio que se abre cuando los contrarios aceptan mirarse. Allí reside lo humano, lo comunitario, lo trascendente. Por lo que el comprender la política desde esta óptica no significa renunciar al discernimiento ni a la crítica. Significa asumir que cada bando encarna una parte de la verdad, y que esa verdad solo se revela plenamente en la conjunción de los opuestos. La política, entonces, es un espejo de la vida misma: un tejido de tensiones que no buscan resolverse en la eliminación del otro, sino en la creación de un orden más amplio.

En cierto modo, pensar la política desde la unidad en la dualidad es un acto de resistencia contra la simplificación mediática y la manipulación emocional. Es reivindicar la complejidad como camino hacia la madurez colectiva. Y es, sobre todo, un recordatorio de que detrás del grito de las banderas late siempre un corazón indiviso que nos une.

La política como reflejo del cosmos y lo ontológico 

Si ampliamos aún más la mirada, veremos que la dualidad política no es un fenómeno aislado de lo humano, sino una réplica en escala de una dinámica cósmica universal. Desde las estrellas hasta las partículas subatómicas, la realidad se sostiene en la tensión de los contrarios. Materia y antimateria, expansión y contracción, atracción y repulsión: todo en el universo es danza entre polos. La física cuántica nos brinda una metáfora poderosa. El electrón se manifiesta como partícula y como onda al mismo tiempo, según el modo en que lo observamos. Esa complementariedad enseña que lo real no puede reducirse a una sola descripción. La política, vista desde esta clave, también es dual: lo que parece enfrentamiento irreconciliable es, en el fondo, una superposición de posibilidades que solo adquiere forma cuando la sociedad —como observador colectivo— decide mirarla desde un ángulo.

El mismo principio aparece en las tradiciones espirituales. El Tao Te Ching recuerda: “El ser y el no-ser se engendran mutuamente.” Del mismo modo, la acción política y su aparente negación se necesitan para sostenerse. El universo no elimina a uno de los polos, los integra en una urdimbre invisible, en donde cada parte cobra sentido en relación con la otra.

Desde una perspectiva mística, podríamos decir que la política es uno de los rostros de la unidad divina, expresada en forma de polaridades humanas. Así como la luz blanca se descompone en los colores del arcoíris, lo Uno se fragmenta en los bandos que hoy parecen irreconciliables. Pero detrás de esa diversidad hay un origen común, una fuente indivisible que nunca desaparece.

La tradición hermética afirmaba: “Lo que está arriba es como lo que está abajo, y lo que está abajo es como lo que está arriba.” Este axioma nos permite leer la política como un microcosmos que refleja las mismas leyes que gobiernan el universo. Si las galaxias giran en equilibrio gracias a la gravitación de fuerzas opuestas, si la vida celular se organiza en constante diálogo entre procesos anabólicos y catabólicos, ¿cómo no habría de funcionar la sociedad bajo esa misma lógica?

El error de nuestra época es confundir la superficie de los conflictos con su raíz. Creemos que la política es puro enfrentamiento, cuando en realidad es el mecanismo que la vida misma ha diseñado para sostener la continuidad del cuerpo social. Así como el organismo necesita fiebre para activar su sistema inmune, la polis necesita del disenso para regenerar su vitalidad.

Más allá del bando: La mirada del todo

En este punto, la pregunta ya no es “¿de qué lado estás?” sino “¿desde dónde observas el conjunto?”. Quien piensa desde el nivel del todo comprende que la política no es un ajedrez de blancos y negros, sino la totalidad del tablero, donde cada pieza tiene sentido solo en relación con las demás. Y esta mirada es muy difícil para la mayoría, porque implica renunciar al confort de las certezas absolutas y aceptar la ambigüedad como motor. Sin embargo, es la única forma de acercarnos a la verdad de lo político: verlo como un reflejo de la unidad cósmica que se expresa, inevitablemente, en la dualidad terrenal.

Así, la política no puede seguir pensándose como lucha eterna entre irreconciliables, sino como el arte de sostener las polaridades sin que se destruyan. Es, en su sentido más profundo, el aprendizaje humano de lo que el cosmos y lo ontológico nos muestran desde siempre: que la vida florece cuando lo diverso se integra en un orden mayor.

Comprenderlo no nos convierte en espectadores pasivos, sino en constructores de ese equilibrio. Participar en la política desde esta conciencia es asumir que nuestras acciones no deben alimentar el odio, sino abrir caminos de síntesis. Tal como enseñaba Nicolás de Cusa, la verdad se encuentra en la “coincidencia de los opuestos”, y nuestro deber es hacer que esa coincidencia no se convierta en colisión, sino en encuentro.

Epílogo: El pulso de la Unidad

Toda dualidad, cuando se la observa con atención, revela su raíz en lo indivisible. La política, tan envuelta en banderas y discursos incendiarios, no es más que un eco del mismo latido que mueve a las estrellas y a las células. Somos parte de un orden que se sostiene en el contraste, y olvidarlo es negarnos a comprender nuestra propia naturaleza. El desafío de nuestra época no es escoger un bando, sino aprender a habitar el “entre”: ese territorio donde las voces opuestas dejan de ser ruido y se convierten en resonancia. Allí, en el umbral entre Jachin y Boaz, entre yin y yang, entre hemisferio derecho e izquierdo, se abre la posibilidad de un pensamiento maduro, capaz de mirar la totalidad sin caer en la parcialidad.

Quien solo ve un lado, vive en la sombra. Quien comprende la urdimbre, vive en la luz. La política —como la vida misma— no se resuelve en la victoria de un extremo, sino en el equilibrio dinámico de todos sus contrarios. Y así como el corazón late gracias al vaivén de contracción y relajación, la sociedad respira gracias a la tensión de sus diferencias.

No somos testigos pasivos de este misterio: somos partícipes. Nuestra palabra, nuestro "voto", nuestra acción cotidiana, son hilos en el urdimbre de lo político. Y cada hilo, aunque se crea insignificante, forma parte del tapiz mayor. En esa conciencia de totalidad reside la verdadera libertad: no en la ilusión de elegir entre mitades enfrentadas, sino en el descubrimiento de que ya somos, desde siempre, la unidad que las sostiene.

Como escribió Plotino en sus Enéadas: “De lo Uno brotan los muchos, y en los muchos late eternamente lo Uno.” Esa es la clave y el destino: recordar que toda dualidad es Puente, y que todo puente conduce, finalmente, al mismo Origen.


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