Hay momentos, en que el presente pareciera manifestarse como una candela autosuficiente, como si bastara con enunciar que “estamos aquí” para justificar la totalidad del sentido. Sin embargo, a medida que voy recorriendo ese mismo presente con la mirada abierta —esa mirada que uno pule a fuerza de exploración interior— advierto que el “aquí-ahora” sólo se sostiene si tiene raíces en una interioridad trabajada, viva, despierta. Sin ese sostén silencioso, el tiempo que habitamos se vuelve un escenario frágil, un temblor que podría desmoronarse ante la mínima distracción de la conciencia. Y aunque intento no ceder al pesimismo fácil, a veces me cruzan dudas que no provienen de elucubraciones casuales, sino de años observando al ser humano, incluyéndome por supuesto, en cuanto a nuestro devenir, nuestras luces y nuestros abandonos.
Porque lo cierto es que algo se ha debilitado en la humanidad: ese impulso original de girar la mirada hacia dentro, ese antiguo gesto que antaño era la columna vertebral de civilizaciones enteras y hoy parece diluirse en la saturación de superficialidades. Lo noté con claridad al leer ciertos pasajes de Plotino y recordar cómo él insistía en que “el alma debe regresar a sí misma para conocer su propia altura”. Y es justamente eso lo que veo menguar: el retorno al sí-mismo, la decisión firme de descender a las raíces del propio ser. Sin esa práctica, sin ese hábito milenario de confrontarse con el propio interior, aparece en mí una inquietud legítima: ¿qué clase de humanidad estamos forjando si cada vez menos personas sostienen esa disciplina ontológica que garantiza el progreso, la ética y la lucidez colectiva? Y me sigo preguntando entonces, si no estaremos caminando hacia un porvenir donde los seres humanos, sin ese eje interno, nos volvamos apenas reflejos rotos de un Yo que nunca llegaron a conocer. Y cuando esa pregunta es respondida, surge otra: ¿quién nos cuidará de nuestra propia deriva? En ese punto, mi respuesta interna —la respuesta que surge desde la integración de mis lecturas, mis caminos simbólicos, mis prácticas creativas y mi propia historia— encuentra un asidero particular en aquellas instituciones que han atravesado siglos y continúan ahí, como guardianas que sostienen saberes estructurales sobre el alma, la ética, el símbolo y el sentido.
Lo he pensado muchas veces: quizás esas instituciones que sobreviven al paso del tiempo sean justamente las que puedan volver a enseñar a las personas a descender a su centro, como quien emprende un viaje hacia las capas más ocultas del magma interior. Julio Verne, en aquel viaje fabuloso que tanto nos inspiró de niños, hablaba de “bajar al corazón de la Tierra” como quien atraviesa puertas sucesivas del misterio. Y algo así, pero hacia adentro, es lo que cada individuo debería realizar: una travesía hacia la cámara más íntima de sí mismo, hacia ese punto de convergencia simbólica donde Jung situó la Rosa interior, la isla en medio del océano psíquico donde reside la identidad profunda. Y cuando pienso en esos símbolos —la Rosa, el centro, el descenso, la luz que brota desde el fondo de uno mismo— me doy cuenta de que no son metáforas aisladas; son herramientas arquetípicas, mapas interiores que se repiten en culturas separadas por siglos y geografías. Y siempre han cumplido la misma función: recordarnos que la individuación es un proceso que nadie puede hacer por nosotros, pero que muchos necesitan aprender de otros antes de poder hacerlo solos. Por eso creo que estas estructuras milenarias pueden —todavía— guiar a los seres humanos hacia ese retorno imprescindible al propio núcleo, evitando que nuestra especie quede a la intemperie espiritual, desprovista de dirección. Y en mi caso, nunca necesité, que esas instituciones me enseñaran el camino interno, porque desde niño seguí otros métodos, otros pasadizos, otros umbrales. Mis maestros fueron los libros —miles, literalmente— que fui devorando desde que alcancé las primeras letras. Cada uno me abrió puertas, me ofreció espejos, me entregó símbolos que aún hoy son inolvidables. Y en ese largo recorrido se sumaron mis propias disciplinas: la programación y las matemáticas, que entrenaron mi lógica; la música, que abrió espacios emotivos y vibracionales; la escritura, que me permitió convertir el pensamiento en forma; y la ciencia, que me ofreció un marco para ordenar mi visión del mundo. Todo eso construyó en mí una vasija capaz de contener y transformar conocimiento. Pero siempre me pregunto qué ocurre con quienes no entrenan esa vasija, con quienes no llenan su mente de conocimiento ni permiten que la creatividad fluya hacia afuera, hacia la realidad. ¿Cómo llegan al centro de sí mismos? ¿Cómo establecen ese diálogo interior que, para mí, nunca dejó de ser el eje de mi vida? En ellos pienso cuando confío, quizás con un dejo de esperanza obstinada, en que las instituciones que sobrevivieron a imperios, guerras y ciclos civilizatorios, puedan seguir enseñando el arte de la introspección, de la disciplina interior, del determinismo ético-ontológico, aun cuando muchos crean haberlo olvidado.
A veces me detengo a pensar en la magnitud de lo que implica mirar hacia dentro, no como un acto ocasional, sino como una práctica sostenida, metódica, casi ritual. Porque si hay algo que la época actual ha erosionado es justamente la constancia introspectiva. El ruido exterior se volvió una tormenta permanente, una marea que empuja a las personas lejos de su propio eje, lejos de ese recinto interno donde se procesa la experiencia, donde se comprende el sentido, donde el individuo nace verdaderamente. Y no puedo evitar sentir que, si esa tendencia continúa, la humanidad corre el riesgo de olvidar su propio lenguaje interior, del mismo modo que algunas civilizaciones perdieron la clave de sus jeroglíficos. Cuando esa pérdida ocurre, no desaparecen solo las palabras: desaparece también la memoria del espíritu que las pronunció.
En esos momentos, pienso en los antiguos filósofos griegos —en particular Heráclito— cuando hablaba del “logos interno”, el fuego invisible que ordena lo humano desde adentro. Aquellos hombres, aun sin la tecnología que hoy nos deslumbra, comprendían la importancia de la autorreflexión como pilar fundamental para la vida ética. Hoy, en cambio, el exceso de estímulos digitales parece haber apagado esa fogata íntima, y muchos caminan en piloto automático sin advertir la desconexión progresiva entre su actuar y su esencia. Y entonces, inevitablemente, vuelve la pregunta que me ronda hace años: ¿en qué nos convertimos cuando el puente entre el ser y el comprender se debilita hasta casi romperse? Por lo que, a medida que profundizo en esto, me doy cuenta de que la respuesta no es sencilla. Pero sí sé que esa brecha solo puede cerrarse mediante un retorno voluntario al propio núcleo. Ese retorno —ese descenso iniciático hacia el abismo interior donde uno se redefine— es lo que las viejas tradiciones siempre enseñaron bajo distintos nombres. Los alquimistas lo llamaban la obra al negro o Nigredo, la primera etapa en la que la materia prima del alma se disuelve en la oscuridad para ser reformada. Los místicos cristianos hablaban de la noche del espíritu, y los taoístas, del regreso al “valle interior”. Todos coincidían en un mismo punto: sin atravesar ese proceso no hay crecimiento, ni iluminación, ni estabilidad ética real.
Quizás por eso he insistido tantas veces, incluso en mis escritos, en la necesidad de que cada persona pueda detenerse, aunque sea por un instante, para observarse en profundidad. Porque quien no lo hace se queda sin brújula, sin centro, sin mapa. Y cuando un ser humano pierde su centro, deja de gravitar sobre sí mismo y pasa a gravitar sobre las fuerzas externas, que rara vez tienen la delicadeza de cuidar su integridad interior. De ahí nace mi inquietud por el porvenir de la especie cuando veo que cada generación parece practicar menos el arte del recogimiento interior. No es un temor apocalíptico de mi parte, sino una advertencia que surge de una observación prolongada, casi científica, de la condición humana.
Lo digo desde la humilde experiencia, porque toda mi vida fue, de una u otra forma, un laboratorio en donde puse a prueba mis límites internos. La lectura casi obsesiva desde la infancia, las noches en vela desarmando código, los años sumergido en la música, el esfuerzo silencioso de escribir libro tras libro, todo eso se convirtió en una especie de cartografía interior. Y cada vez que lograba comprender algo nuevo sobre mí mismo, aparecía también un puente para comprender mejor a los demás.
La introspección no solo revela a quien la practica; también ilumina el mundo que lo rodea. Quizás por eso siento que aquel determinismo ético-ontológico que menciono, no es una idea abstracta, sino una herramienta concreta que puede transformar sociedades enteras si se la enseña correctamente.
Ahora bien, cuando veo que muchos no cuentan con estas herramientas —ya sea por falta de guía, por apatía, o por simple desconocimiento— no pierdo la esperanza de que las instituciones antiguas sigan cumpliendo su papel. No me refiero a instituciones en el sentido burocrático, sino a aquellas estructuras que cargan sobre sí, miles de años de saber experiencial, simbólico, ritual. Ellas han preservado el arte de mirar hacia adentro incluso en épocas donde hacerlo era peligroso. Quizás sean, todavía hoy, las que pueden recordar a las masas que el viaje hacia el propio centro no es un lujo filosófico, sino una necesidad evolutiva.
Y vuelvo siempre, de manera casi inevitable, a la metáfora del descenso hacia el “Centro de la Tierra”. No porque sea simplemente evocadora, sino porque condensa maravillosamente la psicología de la profundidad: el calor, la presión, las capas sucesivas, el peligro, la maravilla. Es un símbolo perfecto para explicar que conocerse a uno mismo no es un ascenso etéreo hacia lo alto, sino un descenso firme hacia las raíces donde se ocultan los cimientos del ser. Jung lo expresaba con la claridad que solo él podía: “Uno no se ilumina imaginando figuras de luz, sino haciendo consciente la oscuridad”. Esa frase la llevo conmigo desde hace años, como brújula y como advertencia. Y me resulta inevitable vincular esa frase con la de Verne y con mi propio recorrido interior. Porque, de alguna manera, siempre he sentido que mi vida fue una combinación de ambos espíritus: el explorador que desciende a lo profundo y el pensador que busca comprender los símbolos que halla en el descenso. Por eso sigo confiando en que es posible que la humanidad —aun en medio de la dispersión generalizada— pueda encontrar nuevamente el camino hacia su núcleo. Pero sé también que ese hallazgo no acontece de manera espontánea: requiere maestros, requiere prácticas, requiere voluntad y, sobre todo, requiere un lenguaje que despierte la memoria de lo que hemos sido y de lo que podemos volver a ser.
Hay algo que siempre me llamó la atención cuando observo los movimientos de la historia humana: cada vez que una civilización se alejó de su propio centro simbólico, terminó atravesando un período de fragmentación. No es casualidad que pensadores como Mircea Eliade insistieran en la importancia del “retorno al origen” como mecanismo esencial para recomponer la identidad colectiva. Cuando el ser humano se desconecta de su raíz espiritual —o incluso de su raíz psicológica profunda— pierde la coherencia interna que permite sostener el mundo exterior. Esa coherencia es la que diferencia a una comunidad viva de una masa desorientada.
Hoy, más que nunca, siento que nuestra época oscila peligrosamente cerca de aquella desorientación.
Esa preocupación no nace de un catastrofismo vacío, sino de décadas observando la condición humana como si fuera un humilde laboratorio abierto. Desde mi propia vida, desde mis lecturas, desde mis prácticas creativas tales como este escrito, mis dibujos o mis composiciones musicales, y ni hablar desde los sistemas que programé, siempre vi un patrón común: cuando una estructura no se revisa a sí misma, se corrompe; justo lo que le sucedería a este escrito, y como a los demás, que los reviso una y mil veces antes de publicarlos, para que el producto final esté "Sin Cera". Lo he visto en organizaciones, en proyectos, en códigos fuente, y lo he visto también en personas. El no revisarse equivale a un abandono del ser. A veces siento que si cada individuo pudiera dedicar aunque sea unos minutos diarios a revisar su estado interior, la sociedad entera comenzaría lentamente a sanar, como un organismo complejo que manifiesta reminiscencias de un arcaico proceso destinado a regenerarse.
Y ahí aparece una dimensión que me interesa especialmente: la responsabilidad personal en la construcción del futuro colectivo. Porque, si bien confío en las instituciones milenarias que actúan como guardianes del conocimiento profundo, sé que su tarea no sustituye la tarea individual. Ellas pueden señalar el camino, ofrecer símbolos, transmitir rituales, conservar tradiciones. Pero nadie puede caminar por uno. Ese camino es exclusivamente personal, y es en ese trayecto donde uno se encuentra con sus luces, con sus sombras, con sus limitaciones y con su propio potencial. Tal como decía Marco Aurelio: “La vida del Hombre es lo que sus pensamientos hacen de ella”. Una frase que sigue siendo una advertencia y una invitación al mismo tiempo.
Cuando pienso en este vínculo entre introspección y destino humano, puedo ver claramente cómo ambas dimensiones se mezclan en una urdimbre semántica. La introspección da forma al individuo, y el individuo da forma a la historia. No al revés. La historia es consecuencia de lo que el ser humano es capaz de manifestar desde su interior hacia el exterior. Por eso me preocupa que las nuevas generaciones —crecidas en un entorno de gratificación instantánea y atención fragmentada— practiquen cada vez menos el arte de observarse.
Sin aquella práctica, el ser humano pierde profundidad, pierde sentido, pierde dirección. Y sin dirección, todo proyecto colectivo se vuelve frágil, como una construcción sin cimientos.
Recuerdo que en mis épocas más intensas de lectura, cuando devoraba libros como quien respira, comencé a notar que la mente tiene una forma particular de expandirse cuando se la alimenta correctamente. Es como si la vasija de la que tantas veces hablamos se volviera más elástica, más receptiva, más capaz de contener complejidades sin quebrarse. Y no solo eso: también empecé a notar que lo leído se reorganizaba por sí mismo, generando conexiones nuevas, creativas, inesperadas. Ahí comprendí que el conocimiento no es solo acumulación, sino transformación. Y quien no transforma su conocimiento hacia afuera —a través del arte, la escritura, la música, la creación técnica— termina estancándose. Por eso siempre consideré fundamental el equilibrio entre ingresar y egresar información. Llenarse sin descargar vuelve pesada el alma; descargar sin llenarse la vuelve vacía. Ese equilibrio es, de alguna forma, una ley natural de la vida interior. Y creo que es justamente esa ley la que, si se enseñara correctamente a nivel masivo, permitiría que millones de personas pudieran encontrarse a sí mismas sin la necesidad de atravesar crisis profundas.
El autoconocimiento, cuando se lo practica con constancia, evita gran parte del sufrimiento innecesario. Porque uno ya no camina a ciegas: camina sabiendo dónde pisa.
No puedo evitar imaginar una sociedad en donde cada persona tenga acceso a estas herramientas de introspección desde la infancia. Una sociedad en donde, además de memorizar datos vacíos se enseñe a los niños a descender hacia su propio centro, a explorar sus emociones, sus pensamientos, sus contradicciones, sus talentos. Si eso ocurriese, el planeta entero cambiaría de forma en un lapso sorprendentemente corto. No harían falta revoluciones violentas ni grandes movimientos políticos; la transformación vendría de adentro hacia afuera, como siempre ocurre en los procesos verdaderamente duraderos. Porque nada que no nazca del interior puede sostenerse demasiado tiempo en el exterior.
Me pregunto a veces si esta visión mía es demasiado utópica, o si en realidad es simplemente una posibilidad que aún no sabemos activar. Pero cuando veo la continuidad milenaria de ciertas instituciones que mencioné antes, y cuando pienso en todo lo que ellas lograron preservar incluso en épocas de oscuridad total, me digo que no, que la posibilidad está ahí, latente. Lo estuvo siempre. El desafío no es inventarla, sino reactivarla. Y para eso se necesita voluntad colectiva, pero sobre todo, individuos que sean ejemplos vivientes de lo que el ser humano puede llegar a ser cuando se conoce a sí mismo en profundidad.
Hay momentos en los que siento que el verdadero viaje humano recién comienza cuando uno comprende que no está caminando hacia afuera, sino hacia adentro. Esa revelación, tan simple en apariencia, cambia por completo la arquitectura de la existencia. Todo lo que antes parecía ruido se vuelve enseñanza; todo lo que antes parecía caos se reorganiza como un mandala silencioso. Y en ese instante, en esa breve chispa de claridad, se entiende que no es el mundo el que debe ordenarse primero, sino uno mismo. Porque el orden interior proyecta su luz hacia afuera, mientras que el desorden interior oscurece incluso los días más luminosos. Y es justamente ese principio —tan antiguo como el hermetismo y tan válido hoy como en cualquier era pasada— es el que me impulsa a insistir en la importancia de la introspección como el eje fundante del porvenir humano. No es nostalgia ni romanticismo, es observación. Lo veo en mi propia vida, en mis libros, en mi música, en mis proyectos técnicos, en mis estudios, en los sistemas que programo, en mi forma de leer el mundo... y en mis silencios.
Cuando me aparto de mí mismo, todo se desarticula. Cuando regreso a mi centro, manteniendo tanto la Verticalidad como la Horizontalidad, todo mi Templo interior recupera sentido. Es una ley tan clara que a veces sorprende que no haya sido adoptada como base del pensamiento moderno.
Suele decirse que el ser humano se perdió en la complejidad de sus propios inventos, y quizás haya algo de cierto en esa sentencia. Pero también creo que en medio de toda esta tecnología creciente —que observo con cariño y con criterio, incluso desde mi lugar de programador de casi cuatro décadas— existe la posibilidad de un renacimiento interior. Nunca la especie humana tuvo tantas herramientas para reflejarse a sí misma, para registrar sus propios pasos, para mirarse al espejo de su mente con una honestidad que antes era difícil de sostener.
Y paradojalmente, nunca tuvimos tanta facilidad para encontrarnos como ahora; el problema es que la mayoría no sabe qué buscar.
Si cada persona supiera que dentro de sí, vive un “Centro de la Tierra”, como aquel que imaginó Verne, un núcleo ardiente donde se reúnen los signos de su propia historia, entonces la existencia entera adquiriría otro significado. No se viviría para sobrevivir, sino para comprender. No se lucharía solamente para ascender, sino para desplegar la esencia, las alas de la Vara de Hermes. Y esa esencia —que Jung llamó el Sí-Mismo— no es una abstracción filosófica, sino una realidad psicológica tan concreta como el latido del corazón. Cuando uno la encuentra, la vida deja de sentirse como un laberinto y comienza a experimentarse como un camino espiralado hacia lo alto y hacia lo profundo a la vez. Pero, para llegar a ese núcleo, requiere valentía. Requiere el desprenderse de certezas, revisar traumas, confrontar sombras, abrazar fragilidades. No es un viaje cómodo, aunque sí es el único viaje verdaderamente necesario. Y aquí es donde vuelven a cobrar importancia esas instituciones milenarias que mencioné antes. Aunque yo nunca dependí de ellas debido al camino autodidacta y sumamente intensivo que elegí —desde mis más de mil libros leídos desde la niñez hasta mis propios escritos publicados en estos últimos diecisiete años— reconozco su valor como flamas culturales que impiden que la humanidad se extravíe por completo. Son reservorios de símbolos, guardianes de lenguajes antiguos, transmisores de estructuras que ayudan a sostener lo que —de otra manera— podría derrumbarse con facilidad.
No obstante, por más que estas instituciones sirvan de guía, el último paso debe darlo cada persona. Nadie puede penetrar la montaña sagrada por otro. Nadie puede beber del pozo del propio inconsciente en nombre ajeno. El trabajo ontológico es personal, íntimo, indelegable. Y en ese carácter indelegable reside, precisamente, su poder. Porque aquello que se conquista desde el interior no puede ser arrebatado por ninguna circunstancia exterior. Es un tipo de fortaleza que no depende del colectivo humano, pero que, indefectiblemente, lo transforma.
Quisiera pensar —y sinceramente lo creo— que la humanidad todavía puede reconstruir ese lazo con su interioridad perdida. Que no estamos destinados a una deriva sin retorno, sino a una reorientación gradual hacia la profundidad. Y esa reorientación no necesita héroes ni mesías: necesita seres humanos atentos, presentes, comprometidos con su propio despertar. Seres que comprendan que mejorar su mundo interno es la mejor forma de mejorar el mundo que compartimos. Seres que entiendan que no se puede dar lo que no se tiene, ni iluminar a otros sin antes encender la propia lámpara.
Por eso, este cierre no es un punto final, sino un Portal, una invitación, un recordatorio, una afirmación íntima de que el trabajo interior sigue siendo —y seguirá siendo— el acto más revolucionario que un ser humano puede realizar, y aunque el porvenir sea incierto, mantengo mi confianza en que no estamos solos en este sendero: las tradiciones milenarias, los símbolos arquetípicos, los textos que nos preceden y los maestros silenciosos que habitan la historia siguen ahí, sosteniendo la estructura invisible sobre la que caminamos.
Así cierro está especie de ensayo, desde mi propia voz, desde mi propio centro, reafirmando algo que siento desde siempre: el futuro de la humanidad depende de su capacidad para mirar hacia adentro. Y mientras quede al menos un individuo dispuesto a hacerlo con honestidad, profundidad y constancia, habrá esperanza. Porque basta una sola chispa de conciencia para que la oscuridad deje de ser un destino y vuelva a ser solamente un pasaje.
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