¿Te gustó esta Web? Haz clic aquí para recibir novedades.

22/12/2025


La razón como instrumento de introspección determinista

El acto de mirar hacia adentro sin abandonar la ciencia.

Siempre he sostenido —y cada vez con mayor convicción— que no existe un verdadero umbral entre el mundo exterior y el mundo interior cuando ambos son abordados desde el mismo instrumento fundamental: la razón. No la razón domesticada por la costumbre o por la repetición cultural, sino la razón en su forma más desnuda y exigente, aquella que no concede nada sin antes haberlo caracterizado, delimitado y comprendido. Tanto lo que ocurre fuera de mí como aquello que sucede en los pliegues de mi propia mente requieren, para ser entendidos, de ese mismo acto racional que no teme avanzar hacia territorios que otros prefieren dejar en penumbra. Desde esta postura, jamás pude concebir una espiritualidad desligada del determinismo. Por el contrario, cuanto más profundamente me adentro en la experiencia interior, más evidente se vuelve la necesidad de medir, clasificar, adjetivar y observar con mucha precisión cada fenómeno que se manifiesta. La espiritualidad, entendida de este modo, no es una evasión de la razón, sino su aplicación más refinada sobre el objeto más complejo que existe: la mente observándose a sí misma, sin abandonar jamás al cuerpo, ese templo físico donde toda experiencia mental encuentra su anclaje material.

El determinismo, lejos de empobrecer la experiencia espiritual, la vuelve accesible al conocimiento. Determinar es, en esencia, transformar lo desconocido en cognoscible. Es permitir que aquello que parecía etéreo adopte forma, contorno y significado. Cada vez que observo un estado mental, una emoción difusa o una imagen interna, estoy ejecutando un acto determinista: lo estoy convirtiendo en una entidad susceptible de ser comprendida. Y en ese proceso, no solo conozco algo nuevo, sino que me conozco a mí mismo en una profundidad que rara vez se alcanza desde la vigilia ordinaria.

He aprendido que este escrutinio interior no puede realizarse desde el ruido. La mente cotidiana, saturada de estímulos automáticos, actúa como una interferencia constante. Por eso, cuando decido emprender este viaje introspectivo, comienzo por el cuerpo. La postura, la respiración, el silencio externo no son detalles menores, sino condiciones necesarias para que la observación interna adquiera nitidez. El cuerpo se relaja, y con él, la vigilancia excesiva del consciente comienza a ceder terreno.

En ese punto, el acto más complejo es, paradójicamente, el más simple: dejar de pensar. No en el sentido ingenuo de vaciar la mente por completo, sino en el sentido técnico de suspender el flujo de pensamientos automáticos propios del estado de vigilia. Al hacerlo, la conciencia no desaparece; se transforma. Se vuelve un espacio receptivo, un campo de observación limpio, libre de las narrativas repetitivas que suelen monopolizar la atención. Y es justo allí donde comienzo a percibir el tránsito hacia un estado limítrofe, un umbral neurocognitivo que no es sueño, pero tampoco vigilia plena. Un estado en el que la actividad cerebral adopta un ritmo distinto, más profundo, más lento en apariencia, aunque extraordinariamente rico en contenido. Este territorio intermedio —que puede asociarse a frecuencias Theta con irrupciones Gamma— se convierte en el escenario ideal para que emerjan contenidos que, en condiciones normales, permanecen ocultos tras las barreras funcionales de la conciencia ordinaria. Entonces, al alcanzar este estado, no me disuelvo en la inconsciencia. Permanezco despierto, atento, pero sin interferir. Y es precisamente esta combinación —conciencia presente y mente silenciosa— la que permite que comiencen a manifestarse las primeras ramificaciones provenientes de niveles más profundos de la psique. No llegan como pensamientos articulados, sino como imágenes, sensaciones, símbolos, impresiones que reclaman ser observadas sin ser juzgadas de inmediato.

Aquí se hace evidente una arquitectura mental que durante mucho tiempo fue intuida y luego formalizada: la existencia de distintos estratos de la mente, cada uno con funciones específicas. El consciente, con su capacidad de definición y delimitación; el preconsciente, como zona de tránsito y filtrado; y el inconsciente, vasto, atemporal, indiferente a las categorías con las que el consciente intenta apresarlo. Este último no responde a la lógica lineal ni al tiempo cronológico, sino a una lógica simbólica, asociativa y profundamente energética.

Cuando las barreras del preconsciente se tornan permeables —no por fuerza, sino por aquietamiento—, el material inconsciente encuentra una vía de acceso más directa hacia la observación consciente. Y es en ese momento cuando el acto espiritual se vuelve, sin ambigüedades, un acto científico. Observo. Registro. Comparo. Intento determinar qué tipo de contenido se manifiesta, con qué intensidad, bajo qué forma simbólica, y qué resonancia provoca en mi estructura psíquica y corporal.

Carl Gustav Jung afirmaba que “quien mira hacia afuera, sueña; quien mira hacia adentro, despierta”. Esta frase, tantas veces citada en otros artículos, adquiere aquí un sentido operativo. No se trata de una metáfora poética, sino de una descripción precisa de un proceso cognitivo. Al mirar hacia adentro desde un estado de conciencia ampliada, no estoy soñando: estoy despierto en un nivel distinto de percepción. Un nivel donde el inconsciente deja de ser un territorio inaccesible para convertirse en un campo de estudio directo.

Lo verdaderamente revelador es comprender que este inconsciente no es únicamente personal. Contiene capas más profundas, compartidas, arquetípicas, que trascienden la biografía individual. Pero incluso antes de llegar a ese estrato colectivo, hay un aspecto que siempre me ha resultado particularmente inquietante y fascinante: la relación del inconsciente con el tiempo. O, más precisamente, su indiferencia absoluta hacia él.

Mientras el consciente organiza la experiencia en pasado, presente y futuro, el inconsciente opera en una simultaneidad constante. Sus contenidos existen como configuraciones electroquímicas, como patrones dinámicos que no reconocen la flecha temporal. Y si aceptamos —como la física moderna sugiere— que a nivel subatómico la información puede entrelazarse más allá del espacio y del tiempo, entonces el inconsciente se convierte en un candidato natural para este tipo de fenómenos.

Desde esta perspectiva, comienza a abrirse una posibilidad que incomoda a muchos, pero que resulta inevitable cuando se sigue el razonamiento hasta sus últimas consecuencias: si continúo existiendo en el tiempo, si mi mente seguirá generando procesos inconscientes en los años venideros, entonces esas configuraciones futuras ya forman parte, de algún modo, del campo total de información que constituye mi inconsciente actual. No como recuerdos conscientes, sino como potenciales latentes, como huellas aún no manifestadas en la experiencia ordinaria. Y en este punto, la introspección adquiere una dimensión radicalmente nueva. Observar el inconsciente deja de ser únicamente una exploración del pasado reprimido para convertirse también en una posible lectura anticipada de configuraciones futuras. No como profecía, sino como inferencia determinista basada en la continuidad de la existencia psíquica. El inconsciente, al no conocer el tiempo, contiene tanto lo que fue como lo que será, siempre que ese “será” tenga suficiente carga emocional y estructural como para inscribirse en la arquitectura profunda de la mente.

Así, el acto de observar estas ramificaciones internas desde un estado Theta-Gamma se transforma en algo más que una práctica meditativa. Se convierte en un ejercicio de lectura cuántica de uno mismo. Un telescopio interior que no apunta al cielo, sino a la totalidad de mis propias existencias posibles, conectadas entre sí por la materia prima común de la mente: la información.

La arquitectura del tiempo psíquico y el entrelazamiento del ser

La memoria que aún no ocurrió.

Al avanzar más profundamente en esta exploración, se vuelve imposible ignorar una verdad que, aunque incómoda para el pensamiento clásico, se presenta con una coherencia interna notable: el inconsciente no recuerda en términos temporales, sino estructurales. No almacena eventos ordenados en una línea cronológica, sino configuraciones energéticas de alta carga emocional y simbólica. Allí, un recuerdo del pasado y una impronta futura poseen la misma ontología: ambas son patrones electroquímicos activos o latentes, coexistiendo en un mismo campo.

Esta constatación modifica radicalmente la manera en que concibo la memoria. La memoria deja de ser un archivo del pasado para convertirse en un reservorio dinámico de estados posibles. No se trata únicamente de lo vivido, sino también de lo que será vivido, siempre que aquello posea suficiente intensidad como para dejar una marca profunda en la psique, y aquí se sucede el justo y muy trascendente instante en que el inconsciente no anticipa el futuro: lo contiene potencialmente, del mismo modo en que una semilla contiene al árbol sin conocer su forma definitiva. Por lo que, cuando me sitúo deliberadamente en ese estado de observación interna, cercano al umbral del sueño pero sostenido por la lucidez consciente, comienzo a notar diferencias cualitativas en las ramificaciones que emergen. Algunas poseen una textura familiar, un eco reconocible que remite a experiencias ya vividas. Otras, en cambio, se presentan como extrañas, ajenas a toda referencia autobiográfica conocida. No pertenecen al pasado ni al presente reconocible, y sin embargo están allí, insistentes, cargadas de una emocionalidad que no puedo atribuir a ningún recuerdo previo. Por tanto es en ese punto donde la razón, lejos de retirarse, debe afilarse aún más. No puedo permitirme caer en interpretaciones místicas desprovistas de rigor, pero tampoco puedo negar el fenómeno por el simple hecho de que incomode a los marcos teóricos tradicionales. Si esas configuraciones no provienen del pasado conocido, y si no pueden ser explicadas como simples asociaciones aleatorias, entonces debo contemplar la hipótesis de que correspondan a estados futuros de mi propia experiencia.

Aquí, el determinismo vuelve a desempeñar un papel central. No se trata de afirmar que el futuro esté escrito, sino de reconocer que existen trayectorias altamente probables en función de la continuidad psíquica. Mi yo de mañana, de dentro de un año o de varias décadas, no es una entidad desconectada de mí, sino una extensión coherente de este presente. Compartimos la misma base neurobiológica, la misma historia genética, los mismos arquetipos profundos. Y, sobre todo, compartimos un inconsciente que no se fragmenta con el paso del tiempo.

Desde esta perspectiva, el entrelazamiento cuántico deja de ser una metáfora atractiva para convertirse en un modelo explicativo plausible. Si aceptamos que los procesos mentales son, en última instancia, fenómenos electroquímicos sustentados por interacciones subatómicas, entonces no resulta descabellado suponer que dichos procesos puedan mantener correlaciones no locales. El inconsciente, como sistema de información, podría operar bajo principios similares a los que la física cuántica ha comenzado a describir en otros ámbitos.

Así, una experiencia futura de alta carga emocional —un evento que marque profundamente a mi yo de dentro de veinte o treinta años— no necesita “viajar en el tiempo” para hacerse presente. Basta con que exista como configuración estable en el campo inconsciente global que compartimos todas mis versiones temporales. Desde allí, puede manifestarse como una impresión, una imagen, una sensación difusa cuando el consciente se encuentra lo suficientemente silenciado como para no bloquear su emergencia. Y justamente, este mecanismo explicaría por qué ciertas intuiciones poseen una fuerza tan particular, tan distinta de la imaginación ordinaria. No aparecen como construcciones voluntarias, sino como irrupciones. No se sienten creadas, sino recibidas. Y, sin embargo, no provienen de un exterior trascendente, sino del interior más profundo de mi propia continuidad existencial. Son mensajes del yo que aún no ha llegado a manifestarse plenamente en la experiencia consciente.

He aprendido, con el tiempo, que la clave no está en interpretar de inmediato estos contenidos, sino en observarlos con paciencia y método. Intentar definir su cualidad emocional, su densidad simbólica, su grado de coherencia interna. Algunos se disuelven rápidamente, revelándose como simples fluctuaciones del "sistema". Otros persisten, reaparecen, se repiten bajo distintas formas. Esos son los que merecen atención, los que deben ser registrados como hipótesis abiertas sobre posibles configuraciones futuras de la experiencia.

En este punto, la práctica se vuelve claramente interdisciplinaria. Convergen la psicología profunda, la neurociencia, la filosofía del tiempo y ciertos postulados de la física contemporánea. No se trata de forzar una síntesis artificial, sino de permitir que cada disciplina aporte su lenguaje para describir un mismo fenómeno observado desde distintos ángulos. El resultado no es una certeza absoluta, sino un mapa conceptual más amplio, capaz de albergar lo que antes era descartado por incomprensible.

Platón, en su teoría de la reminiscencia, sostenía que conocer es recordar. Quizás, llevado a este extremo, podríamos decir que conocer también es anticipar, en el sentido más literal y menos místico del término. Anticipar no como adivinación, sino como resonancia. El presente vibra con ciertas configuraciones que aún no han tomado forma en el mundo fenoménico, pero que ya existen como posibilidades estructuradas en el campo psíquico, por lo que esta concepción resignifica por completo la idea de Visión Remota. Ya no como una capacidad paranormal orientada hacia objetos externos, sino como una habilidad introspectiva profundamente humana: la capacidad de observar estados internos no locales en el tiempo. Un acto de percepción dirigido hacia la propia continuidad existencial, utilizando como instrumento una conciencia entrenada para no interferir.

Desde este enfoque, la resistencia cultural a estas prácticas resulta comprensible. Implican aceptar que el sujeto no está confinado al instante presente, que su identidad se extiende más allá de los límites que el sentido común impone. Pero también implican una enorme responsabilidad. Observar posibles futuros no significa resignarse a ellos, sino reconocerlos como trayectorias que pueden ser modificadas desde la conciencia presente.

Porque si algo queda claro en esta exploración es que el determinismo psíquico no excluye la libertad; la incluye como variable. La conciencia, al hacerse cargo de estas configuraciones latentes, puede actuar sobre ellas, redefinirlas, atenuarlas o potenciarlas. El futuro, entonces, no es un destino fijo, sino un campo de probabilidades influenciado por la lucidez del presente.

La ética del observador interno y la espiritualidad como ciencia viva

Responsabilidad, integración y conciencia expandida.

Al llegar a este punto del recorrido, se vuelve evidente que el acto de observar el propio inconsciente —ya sea en sus capas personales, colectivas o futuras— no es una práctica neutra. No se trata simplemente de una técnica, ni siquiera de un método de conocimiento en el sentido clásico. Es, ante todo, un posicionamiento ético frente a uno mismo. Porque observar implica asumir responsabilidad sobre aquello que se observa, y comprender implica aceptar que el conocimiento transforma inevitablemente al observador.

Cuando me interno en estos estados de conciencia ampliada, no lo hago movido por la curiosidad vacía ni por el deseo de anticipar acontecimientos como quien consulta un oráculo. Lo hago porque entiendo que cada configuración psíquica que emerge —cada imagen, cada sensación, cada resonancia— es una información que me concierne directamente. No puedo desentenderme de ella sin traicionarme. El conocimiento interior, una vez adquirido, exige integración, y esta integración no ocurre únicamente en el plano mental. El cuerpo participa activamente en todo el proceso ya que cada observación profunda tiene un correlato somático: una tensión que se libera, una respiración que cambia, un pulso que se aquieta o se acelera. El cuerpo no es un mero soporte pasivo de la mente; es su interlocutor constante. Ignorar esta dimensión sería fragmentar artificialmente una unidad que, en la experiencia directa, se manifiesta como indivisible.

He llegado a comprender que la espiritualidad auténtica no se define por creencias, sino por prácticas verificables en la propia experiencia. Y en esa línea de pensamiento, esta forma de introspección determinista constituye una espiritualidad profundamente encarnada. No eleva al sujeto por encima de su condición biológica, sino que lo sumerge en ella con mayor conciencia. No niega la química cerebral ni la fisiología; las integra como el lenguaje mismo a través del cual la experiencia espiritual se expresa.

Spinoza afirmaba que “el orden y la conexión de las ideas es el mismo que el orden y la conexión de las cosas”. Esta intuición, adelantada a su tiempo, le dá más fortaleza a este enfoque. Las configuraciones mentales no son entidades aisladas flotando en un vacío abstracto, sino expresiones de un orden subyacente que atraviesa tanto la mente como la materia. Comprender ese orden, aunque sea parcialmente, es alinearse con él.

Y desde aquí, la noción de futuro deja de ser una amenaza o una promesa externa para convertirse en una responsabilidad interna. Si ciertas trayectorias psíquicas se manifiestan como altamente probables, el acto consciente consiste en dialogar con ellas, no en someterse ciegamente ni en negarlas. La lucidez no garantiza la ausencia de dolor o dificultad, pero sí otorga una brújula. Y en un microcosmos complejo, una brújula es ya una forma de libertad. Pero este proceso exige disciplina. No una disciplina rígida y punitiva, sino una constancia amable. La mente no se aquieta por imposición, sino por entrenamiento. El observador interno se afina con la práctica, con la repetición consciente de ese gesto sencillo y profundo: sentarse, callar, observar. Y en cada observación, recordar que lo que aparece no es un enemigo ni un misterio hostil, sino una parte de mí buscando ser reconocida. Y a medida que profundizo en esta práctica, ocurre algo sutil pero decisivo: la frontera entre lo científico y lo espiritual se vuelve cada vez menos relevante. No porque desaparezcan las diferencias metodológicas, sino porque ambas dimensiones comienzan a responder a una misma exigencia de verdad. La verdad ya no es una afirmación externa que se acepta o se rechaza, sino una coherencia interna que se verifica en la experiencia directa y en sus efectos sobre la vida cotidiana.

La ética que emerge de este enfoque no se basa en normas impuestas, sino en comprensión profunda. Comprender mis propias dinámicas inconscientes —pasadas, presentes y potencialmente futuras— me vuelve más responsable de mis actos, más consciente de mis reacciones, más atento a los efectos que genero en los demás. La introspección radical no conduce al aislamiento, sino a una forma más lúcida de vínculo, porque al reconocer en mí la multiplicidad temporal, la continuidad entre mis distintos estados del ser, también reconozco esa misma complejidad en los otros. Cada individuo se convierte entonces en un sistema profundo, atravesado por historias visibles e invisibles, por potenciales aún no realizados. Esta comprensión suaviza el juicio y fortalece la empatía, sin caer en ingenuidades.

He aprendido, desde muy atrás en el tiempo, que el verdadero “templo” no es un espacio simbólico separado del mundo, sino que la totalidad del sistema cuerpo–mente–conciencia en interacción constante con su entorno. Cuidar ese templo no implica retirarse del mundo, sino habitarlo con mayor presencia. Cada acto cotidiano se vuelve una oportunidad de integración, cada decisión una forma de alineamiento entre lo que intuyo, lo que comprendo y lo que hago.

Así, la espiritualidad científica que practico no promete certezas absolutas ni revelaciones definitivas. Ofrece algo más valioso y más exigente: un camino de observación honesta, de pensamiento riguroso y de apertura constante a lo desconocido. Un camino en donde la razón no anula el misterio, sino que lo rodea, lo explora y lo honra sin renunciar a su lucidez.

Y es en ese equilibrio —siempre dinámico, siempre inestable— donde encuentro sentido. No en la respuesta final, sino en el acto continuo de preguntar, observar y comprender. Porque mientras exista conciencia, mientras haya mente que se observe a sí misma, el viaje no habrá terminado. Y quizá nunca deba hacerlo.


¿Te gustó esta entrada? Entonces haz clic aquí para no perderte las futuras actualizaciones de: El Erminauta.

Donar en Patreon
¿Te gustó esta Web? Haz clic aquí para recibir novedades.

0 comentarios:

Publicar un comentario

Muchas gracias por comentar.


Donar en Patreon
Nota: Todos los artículos de esta web, www.erminauta.com, poseen Copyright. Cualquier uso indebido, como copia, lectura o transcripción similar en cualquier medio, ya sean páginas web, directos en video, videos grabados, o podcast personales en audios, son una fiel violación a los derechos, lo cual es penado por la ley de propiedad intelectual. De todos modos, si desea crear una información a partir de esta, deberá, de manera inexorable, nombrar la fuente, que en este caso soy yo: Nelson Javier Ressio, y/o esta web mediante el link específico al/los artículo/s mencionado/s.
Safe Creative #0904040153804


Recomendados

Subscribe to RSS Feed Follow me on Twitter!
☝🏼VOLVER ARRIBA☝🏼